CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
En el terreno delantero de nuestra casa, o, como afirman los vecinos, avanzando ladera abajo sobre propiedad ajena, mi padre plantó un barco. Su barco, aunque según los papeles perteneciera a la Compañía para la que él pescaba. Le colgó un cartelito con la fecha en que sacó el Biguá del río y lo arrastró hacia lo alto de la lomada. 4 de diciembre de 1975. Y si bien invade alguna fracción del espacio colindante, ninguno de los afectados mencionó el asunto ni mucho menos lo planteó judicial ni extrajudicialmente. El barco de madera, de diez metros por tres, desconcierta a los automovilistas que encaran la curva que va al puerto. Pero tampoco aparecieron representantes de la Compañía con fuerzas del orden o de la justicia para incautarse el pequeño navío de su patrimonio. Ignoro cómo ocurrieron los hechos. Ni qué lo movió a mi padre a anclar un barco en tierra. Ajeno.
Desde el camino al lugar donde El Biguá muestra su proa, hay treinta metros exactos cuesta arriba. Los turistas y curiosos de otros pueblos llegan jadeando para sacarse fotos o fisgonear. No le pregunten a mi madre cómo acabó el bote de madera en ese lugar. Se pone como loca. Pero alguien me tiene que explicar, le vengo reclamando. Conseguite quién, responde. Y mi padre ya no está para contar el cuento. Anduvieron unos holandeses de paso con pretensiones de filmar la historia. No consiguieron que alguien de por aquí abriera la boca. Sin embargo, pese a toda su furia, mi madre, cada diciembre toma latas de pintura celeste y amarilla y repinta el Biguá, dándole retoques negros a la fecha 4 de diciembre de 1975. Hurgueteo en la hemeroteca; el diario local de aquel día mezquina la noticia en policiales; mi padre es tachado de apropiación ilegítima de bienes y vandalismo. Pero en la edición de dos días después, aparece una solicitada de la Compañía aclarando que no presentará cargos contra Francisco Floreal Vizcarra. Dejá de escarbar en ese asunto, grita mi madre desquiciada, o querés volverme loca. Y se pone como loca. No ve las horas de que yo parta, desaparezca de aquí, me vaya a la universidad. Vas a tener otro horizonte, amenaza. Cualquier cosa antes de que me convierta en un empleado más de la Compañía, costumbre local. Por estos lados quién no trabaja para La Pesquera. La única noticia que podría relacionarse con el asunto, y que consigna el diario del dos de diciembre, es un accidente en alta mar en el que murieron veintiséis pescadores. Se hundieron tres barcos. Salvación milagrosa de El Biguá con sus siete tripulantes. ¿Pero vos querés meterme en camisa de fuerza? dejate de revolver esa historia, aúlla mi madre. Cuenta los días que faltan para marzo, cuando los estudios me muden lejos. Murieron porque los barcos de La Pesquera carecían de radios con que los pescadores pudieran enterarse de lo que se les venía encima. Al día siguiente, tres de diciembre, La Pesquera deslindó responsabilidades, aduciendo su total encuadramiento jurídico; no había ley que la obligara a ese gasto. Declaraciones del Gerente de Relaciones Públicas. Arrastro una lancha estropeada y abandonada que encuentro en un recodo del río. De un tamaño que será la mitad de El Biguá. Pero no avanzo más allá de un par de pasos. Cuando recupero el aire, busco entre las cosas del depósito, alzo una lona, vuelvo al río y tapo la lancha. Nadie toca un barco tapado. Pero si uno mira hacia atrás en el tiempo, con paciencia, halla otro dato. La de un paro de brazos caídos reclamando mejoras de equipamiento, indispensables para los circuitos de pesca cada vez más alejados de la costa que venía implantando La Pesquera. La noticia se desarrolla en la mitad de la página del diario. En la otra mitad, una publicidad de La Pesquera mostrando mejoras, sus nuevas instalaciones y datos del crecimiento de los mercados donde colocar la producción local.
Ayer acabé el último tramo del arrastre de la lancha hasta el borde de la ladera. Aprendí algunos trucos al ir remolcando, pero siempre termino sudado y tembleque. A los que me miran, de lejos, les devuelvo la mirada. Hoy, temprano, a escondidas de mi madre, comienzo a empujar la embarcación ladera arriba. Pero literalmente no se puede; con una pendiente acusada como ésta, lo que sube cae por su propio peso. Cinchando, con la lancha atada a la cintura logro algo avanzar menos de un tranco. De inmediato el bote se desploma al punto de partida. Tengo que encontrar otro método. "Dale para adelante, yo lo haré de atrás" se descuelga de su covacha el viejo Lamas arremangándose y poniendo el hombro. Entre los dos logramos calzarla en una piedra, algo así como veinte centímetros arriba. Resollamos. Es cuando se presentan un par de rodillos de la mano de Lucio Centurión: "esto ayudará", y los acomoda bajo la quilla, corriéndolos cuando hace falta. Entre manotazos, se agrega un pelado con gorro de aguacero al que no conozco, haciéndose cargo del flanco derecho. Y el hijo del finado Rovira toma un lugar del lado izquierdo. A mitad de camino somos un puñado al que los del barrio miran en silencio desde sus porches. Cuando uno de aquí afloja, alguien se acerca y lo cubre.
Nadie pregunta nada, nadie explica nada.
Unas manos acercan algún mate en las treguas. Pero al llegar al Biguá y plantar el que será el Biguá II creo que se me han aclarado las cosas. Sin ir más lejos, que éste no es trabajo para un tipo solo. El grupito se disgrega, la gente se despide con un escueto "chau", o un "nos vemos", ahorrándose palabras. Cuando entro a casa, reventado, mi madre me alcanza un vaso con ginebra. Sin emitir palabra comienza a ordenar las facturas impagas. Ha sacado del depósito las latas de pintura celeste y blanca, los pinceles, el pote de negro mate, el solvente. Sin decir ni mu lo dice todo. Cuento días en el almanaque. En los veinte que faltan hasta marzo podré pintar el Biguá II como corresponde, fecha incluida.
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