CONTRATAPA
› Por Hugo Vázquez
En sistemas políticos como el nuestro, la institución Justicia adolece, por definición e inmanencia, de la imposibilidad de ser justa. Si tenemos en cuenta que es el mismo sistema que determina el conjunto de normas estructuradas como leyes para propender a la convivencia armónica de la sociedad, el que excluye desde la cuna a millones de personas, irrespetando sus derechos humanos primordiales, resulta al menos inmoral que llegado el momento le exija a esta mayoría de excluidos que se apegue intransigentemente a las leyes en igual condiciones que aquellos a los que privilegió.
Es decir, al individuo que desde su nacimiento le fue negado el acceso a una alimentación básica, la educación formal, la vivienda digna, la salud de calidad, el trabajo justo y que se formó, obviamente, en el resentimiento, se le exigirá apego a las normas dictadas por quien desconoció sistemáticamente sus derechos esenciales y se lo castigará, aún más duramente, que aquellos que no sufrieron esta agresión sistémica.
Pero no solo a los pobres se los castigará con dureza por sus transgresiones, además, se los instigará a delinquir sutilmente a partir de mandatos y preceptos subliminales de un sistema que constantemente y sin descanso propone el consumismo como única manera de alcanzar la felicidad. Si no se tiene no se es, se inscribe irrefutable en el reverso de las publicidades con que son bombardeados sin clemencia; y por consiguiente la pobreza, en tanto imposibilidad de consumir, se traduce en invisibilidad, una invisibilidad social que condena al excluido a la pérdida de todos sus derechos. Los pobres saben desde siempre cuál es la condición para zafar de esta transparencia de muerte, pero para ellos, casi nunca es posible sin quebrantar la ley. Lo que normalmente no advierten, es que la institución policial y la judicial los esperan a la vuelta de la esquina para hacerles sentir que están destinados a pagar muy caro, más caro que nadie, la osadía de querer tener lo que el sistema, paradoja infame, les ordenó tener.
Sin dudas esta lógica perversa solo puede ser ejecutada a partir de la profundidad con la que ha sido introyectada en la clase media sin cuya complicidad la injusticia no sería viable la cultura del individualismo, el endiosamiento de la propiedad privada como valor fundamental y la libertad económica como única libertad palpable. Y se sostiene, como natural, lo que de raíz está viciado por retorcido, puesto que quien mira desconoce que la amalgama con que se forma la delincuencia tan temida, es amasada por los mismos a los que se les reclama la eliminen.
¿Cómo se vuelve de esta injusticia fundante? ¿Cómo se legitima un sistema que juzga al individuo y lo castiga por el sufrimiento que causa, a la vez que desconoce el sufrimiento histórico y de clase del propio enjuiciado? ¿Con qué autoridad moral se acusará mañana por su ejercicio de la violencia, al niño marginal que hoy es diariamente violentado física y espiritualmente? Preguntas que parecieran poder responderse solo desde el cinismo de una institución que elije como dice Jorge Alonso el valor de la seguridad por encima del de justicia, o lo que podría traducirse más concretamente; como la elección por la propiedad en detrimento de la vida. Mandato de un sistema que habla por las bocas exaltadas de una minoría alienada a la que las empresas periodísticas le hicieron creer que los malos son siempre negros, sucios y feos. Los mismos que con su ferviente militancia a favor de profundizar aún más el estado de injusticia con los más débiles, no advierten que el boomerang volverá, inevitablemente, sediento de sangre.
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