CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Dios, sentado bajo la sombra de un nogal, cuyo majestuoso tronco mide el abrazo de doce serafines enlazados, apisona en un mortero divino, las hierbas que evitan sus problemas de gastritis. Sale a trotar por los campos del cielo comprometido con el ideal de la vida sana. Va y viene dos veces al día desde su trono hasta el final de los tiempos. Tantos siglos indagando en las almas humanas lo están haciendo un organismo mejor. Poco a poco los ángeles custodios creen descifrar en él, la forma de un hombre. Más aún, de un hombre que se siente sólo.
Hace mucho que el divino está casado con una mujer. Tuvieron un hijo prodigioso. Pero el amor que sintió una vez, hoy es el movimiento vacío y monótono de una desvencijada rueda. El cielo, que no reconocía límite alguno, ya no puede habitarse sino dentro de los márgenes fijados por las leyes de un utilitarismo celeste. Pero, claro está, el amor no puede cumplir una función subordinada y dios intenta enmendarse como ser viviente al sentir que encuentra nuevas razones para ser feliz.
Él ha conocido una mujer que mora en los confines del mundo, en la desembocadura de un río secreto. Tiempo atrás, esa mujer también había habitado el cielo. Había tenido un esposo. Pero ahora se halla en las márgenes. Ahora prefiere los espacios reducidos, las pequeñas cuestiones del cuerpo abrazado al alma, del alma montada al cuerpo. Ahora elige su propia humanidad como fin y como herramienta. Está concentrada en la tarea de no rodar nunca más sobre una rueda desvencijada. El súbito miedo de volver a estar entre aquellos que fijan las barreras por donde no pueden entrar ni salir misterios, la obliga a mirarse por dentro y por fuera de los sueños.
Dios se ha entregado en cuerpo y alma a una ternura erótica no contemplada por los estatutos del cielo. Comprende que en la tierra es posible también una gloria increíble. En sus malabares altísimos lo falso y lo cierto, lo mórbido y lo vivaz se mezclan sin fundirse en una ansiada transparencia. Pero en medio del frío y la dificultad, él abre la ventana inmensamente. A tal punto se siente feliz, que por un instante le parece justo y bueno gozar hasta el infinito de sus extravíos humanos.
Pocos días atrás, dios fue invocado para presidir las fiestas patronales de uno de sus pueblos. Este viaje por trabajo le daba la oportunidad de invitar a la mujer de los confines del mundo para que secretamente lo acompañara, e imaginar así que los dos eran uno en territorios ajenos. Cuando comunicó en su reino que saldría en viajes de negocios, su esposa, intuitiva, sacra y sagaz, quiso que sacara también un pasaje para ella. Dios reclamó su espacio. Necesitaba estar solo. Entonces la divina esposa le advirtió que si se marchaba, no volvería a entrar en la heredad porque cambiaría las cerraduras del portal del cielo. Perdería su colección de bosa nova, su almohada, el álbum familiar y el cotidiano abrazo de su amado hijo. Para el enamorado fue duro pensar en no volver a entrar en su espacio sempiterno. Creyó una tarea imposible llevarse el mortero divino, prescindir del nogal, de los serafines y habitar en las desembocaduras de un río secreto.
Dios bebió lluvias, ginebra, rabias. Dos días de ebriedad le hicieron ver claro: no podía renunciar a todo lo creado. Aunque ya no fuera un paraíso, ese cielo era suyo. Él mismo lo había erigido. Él mismo fundó cada nube y cada astro. Si le faltara el sonido del ascensor que transporta noche y día a los ángeles, si no escuchara la comprensible queja de las esposas y las santas, él enloquecería de insomnio y culpa en el destierro.
Por mucho que busque la liberación de su presente congelado, donde no puede sentir sino el deber, dios no tiene derecho a formular el discurso de su deseo, no puede dejar su reino. Los seres celestes permanecen fieles a sus compromisos celestes. La virtud seráfica queda esclavizada fuera de los ignominiosos dominios de la felicidad. Un dios debe despojarse de todo lo que encuentra en lo más hondo de sí porque su mandato es la suprema permanencia, y sobre todo, porque un dios verdadero no hace llorar a los buenos.
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