CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
¿Cómo debía seguir el relato de "Los criminales eruditos"? ¿Había llegado a su fin de manera abrupta, insólita? ¿Por qué ni don Nicanor Pérez ni su inseparable ayudante mister Wingren daban señales de vida? Con Fernando esperamos un llamado telefónico, una carta, una nota, un encuentro casual en algún bar, un fragmento escondido entre las hojas de cualquier libro. Esperamos en vano. Nicanor y mister Wingren parecían haberse escondido en un sitio inaccesible y secreto. ¿Teníamos que escribir nosotros el próximo capítulo de sus desventuras? ¿O debíamos persistir en nuestra inútil espera? En esas cavilaciones estábamos cuando la historia, como siempre, como debimos haber imaginado que iba a ocurrir, halló su propio modo de avanzar, de volver a demostrarnos, por enésima vez, por si hacía falta, que ella se escribe sola, más allá de nuestros módicos esfuerzos, de nuestras ingenuas esperanzas.
Y la historia, como alguna persona menos torpe que nosotros hubiera supuesto, volvió al lugar donde comenzó: una librería de viejo. Hace unos días, mientras paseaba con su pequeña hija por calle San Juan, Fernando se detuvo a examinar la vidriera de "Argonautas". Con un ojo repasaba los títulos del escaparate y con el otro vigilaba que Anita no se arrojara de su cochecito. Con el mismo ojo que saltaba con rapidez de la tapa de un libro a la siguiente, vio que Andrés le hacía un gesto con la mano, invitándolo a entrar. Fernando alzó una de sus manos para saludarlo y con la otra consiguió sostener a la niñita quien, de pie sobre el asiento, en un precario equilibrio, pugnaba por liberarse. Sin vacilar, la tomó de ambos hombros y la obligó a sentarse. Anita protestó, y le dijo que ella también quería ver los libros. Fernando iba a contestarle, pero antes la cara redonda y los rulos de Andrés se asomaron por la puerta.
No te vayas le pidió. Tengo algo que puede interesarles a Gary y a vos.
Abrió ambas hojas de la puerta para que Fernando pudiera maniobrar con el coche. Una vez adentro, Anita pudo bajarse y partió rauda a recorrer el terreno.
Dejala sugirió Andrés. Que revuelva tranquila lo que quiera, no te preocupes.
Fernando accedió de mala gana, rogando que no destrozara demasiadas cosas.
Mirá Andrés le extendió un cuaderno de tapas azules, lo encontré oculto detrás de unas revistas de cine. Me parece que es de Nicanor Pérez. Supongo que lo habrá traído en la época en que escondía sus textos en los libros para que Gary los buscara.
Fernando abrió las tapas duras. En su interior había hojas de papel cuadriculado escritas con lapicera negra, en la misma caligrafía desmañada con la que Nicanor acostumbra corregir sus originales tipiados a máquina. No perdió tiempo: después de sobornar a Anita con un libro que ni siquiera pagó (quizás Andrés decidió regalárselo aliviado porque su local había quedado indemne después del breve paso de la inquieta visitante), la subió sin demasiado esfuerzo al cochecito y trajo el cuaderno a mi departamento. Transcribo algunos de los párrafos que pudimos descifrar del manuscrito de nuestro ausente amigo Nicanor.
Lecturas, insomnios
Leo a Pontalis. Subrayo: "El insomnio, despiadada lucidez desnuda, me atemoriza más que la pesadilla. El insomnio, o la realidad convertida en pesadilla, el ataque sin tregua de lo inanimado (...) a veces tengo la sensación de ser un insomne diurno". Y más adelante: "Detesto lo que se produce. Amo lo que sucede". Y en otras páginas que releo desde hace tanto tiempo: "Hemos inventado las palabras para escapar a la ley de gravedad, para retardar el instante fatal de la caída". Pontalis habla de la memoria y me conmueve: "En nuestra memoria sólo hay discontinuidad: hechos, importantes para nosotros pero ínfimos la mayoría de las veces, heridas que siempre dejan algún rastro invisible, momentos de perturbación, huecos y excesos. La memoria es nuestro relieve y ni aun la más pobre es totalmente plana". Después de Pontalis, me detiene la música: escucho el concierto para violoncelo de Prokofiev. Obra admirable, creo, pero esto que digo se sustenta en la emoción que me provoca y no en un análisis musical que no estoy capacitado para hacer, falta de aptitud que, por otra parte, me permite compartir sin inconvenientes las obras musicales más diversas. ¿Para qué nombrarlas si ya lo he hecho tantas veces? De cualquier modo, sí sé que es imposible evitar que la audición de determinadas obras traiga consigo toda una serie de memorias anteriores, un puñado de recuerdos que las acompañan inexorablemente. Es decir, que el cuarteto de cuerdas de Ravel, los cuartetos de cuerdas de Leos Janacek, las dos suites para cuerdas de Schoenberg (la de 1923 y la de 1924) y su "Sobreviviente de Varsovia", así como "La historia del soldado" de Stravinsky o "Le marteau sans maître" de Boulez, tienen nombre y apellido. Ocurre lo mismo con la música popular, sobre todo en este momento con algunas composiciones que me recuerdan particularmente a Rubén de la Colina, a Jorge Vila Ortiz y a Calucho Quaglia, quienes ya han partido para ese presumible sitio en donde escucharán todas las músicas que quieran y de la misma manera, como si se tratara de un relato de Borges.
Ayer he tenido una larga conversación con mister Wingren que, dicho sea de paso, cada vez me resulta más simpático y con quien, además, compartimos una visión muy similar de muchas cosas. No sé si el término que corresponde es visión, pero se aproxima a lo que siento. ¿Una concepción del mundo? Dicho en alemán queda mejor, podría usar esa palabra. Prefiero no hacerlo. Una tarde, no hace mucho, compartimos la lectura de un librito que contiene ensayos críticos de Oscar Masotta, Noé Jitrik, Nicolás Rosa, Josefina Ludmer y Germán García. Los trabajos se refieren a relatos de Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti, William Faulkner, Esteban Echeverría, David Viñas, Macedonio Fernández. El volumen no trata específicamente de esos autores, pero sí son utilizados sus textos como ejemplos de tal o cual cosa. A los relatos o novelas que se mencionan los conocemos y los hemos leído y releído, por lo menos a algunos, varias veces. Estos trabajos críticos nos interesan y curiosamente también los entendemos. Lo que nos preguntamos es qué nos proporcionan, de qué manera nos enriquecen más allá del placer que tuvo en su tiempo la lectura de los relatos o novelas de los que se ocupan. Tenemos a mano La novia robada de Onetti y Una rosa para Emily de Faulkner. Lo que se dice en uno de los trabajos críticos sobre esas narraciones nos parece de sumo valor, un análisis que en nuestra ignorancia nunca hubiésemos reparado. Ahora, ¿los autores habrán tenido esa intención que se les señala? Mister Wingren me dice: "La crítica es necesariamente un género emancipado, no tiene por qué tener en cuenta la intención de los autores, pero no tiene otro remedio que tenerlos en cuenta". Verdaderamente, somos dos brutos. Y dicho esto con el propósito de que nos digan que no, que no es para tanto, que tan sólo somos dos asnos. Los escritos de Nicolás Rosa y Josefina Ludmer nos parecen los más significativos, aquellos que acaso iluminen nuevas lecturas con lo que ellos apuntan. Una breve aclaración (una inevitable digresión que sin dudas Fernando, si es que alguna vez encuentra este cuaderno, leerá con gusto): si bien "La novia robada" figura en alguna de las ediciones de los relatos completos de Onetti, no sucede lo mismo con "Una rosa para Emily" en una excelente colección de relatos de Faulkner, acaso porque se encuentra incluida en "Estos trece". Dicho sea de paso (y para seguir con este desvío en el texto que Fernando disfrutará como pocos), a quienes, jóvenes quiero creer, no encuentren "Estos trece" (yo lo perdí y no he podido hallarlo en ninguna librería), pueden leer "Una rosa para Emily" en una excelente antología de cuentos y narraciones publicada en 1968 por la Editorial Universitaria de Córdoba. Hay otro relato (y ya termino con mis acotaciones, Fernando, no te impacientes), "Dos soldados", que no está en la mencionada colección pero que fue editado por Jorge Alvarez en sus "Crónicas de Norteamérica", en 1967. El libro es ejemplar por el material seleccionado y además por las notas de presentación de Ricardo Piglia, quien puede introducir con mucha sabiduría a la literatura norteamericana a todos aquellos que no la conozcan lo suficiente.
Mister Hyde, Doctor Jekyll
En realidad los personajes de Stevenson, aun cuando parezca todo lo contrario, no tenían problemas serios. Creo que los míos son más graves. En mí conviven los dos (y acaso más) pero sin que recurra a pócima alguna. Todo ocurre de una manera que podría llamar casual y en cualquier momento. Puede ser de día o de noche, al amanecer o al atardecer, puede llover o que brille el sol con intensidad. Uno de los que soy me domina y de manera absoluta. Por otra parte, ninguno de los dos se distingue por ser demasiado bueno o demasiado vil. Acaso esto le suceda a muchos, pero es posible que haya sido el primero en darme cuenta (o en admitirlo). Algo más grave: mi apariencia física no se modifica en absoluto. Sin embargo, una mujer que nos ama a los dos dice que cuando soy Mister Hyde (por supuesto, es una manera de decirlo, para que se entienda) parezco más joven y cuando, a su turno, se apodera de mí el Doctor Jekyll, parezco un poco menos alto. Ni el benévolo tiene la manía de hacer el bien ni el otro la de hacer el mal.
Los cambios nunca, y debo confesar que lo he intentado, son voluntarios.
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