CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Tu belleza, si es que existe la belleza, te está costando cara. Ahora parece que sos el único hombre. El señero que inspira a las amantes a desnudarse ante los espejos deseando sean tus ojos. ¿Cuántas son las que pretenden pasar por el cedazo de tus besos? ¿Cuántas las que suben del negro abismo y las que bajan del alto cielo, ávidas por danzar amorosamente sobre tu vientre erguido? Aferrada al amuleto de mi sexo sin control, ahuyento a esos monstruos espantosos e ingenuos, que pretenden desplazarme. Para ser la única que se desvista ante tus ojos, esculpo mi talla de mujer que conjuga la bondad y el crimen, el mar y el infierno. Invoco a las furias para que hagan menos horrible tu ausencia y más cortos los pies de las rivales. Mi doble naturaleza está dispuesta a todo: haré caer contra las enemigas el golpe mortal de mis palabras vengadoras.
Por la sombra misma, por las palabras donde la noche difícil se detiene, diversos mundos atraviesan. Con los ojos abiertos y el aliento interminable, se acerca el desvelo. Yo le respiro el olor de su cuello ardiente y me desligo de la luz del sol monótono. Dejo entrar en la oscuridad a mis fantasmas vigorosos, cargados de sorpresivas alucinaciones. Juntos, tras el umbral del insomnio, con la boca abierta, aguardamos el salto suicida de la luna.
En un sorbo el mundo nos consume. Nadie oye nuestro canto. Desfallece mudo el tiempo y los cuerpos tienen sueños deslumbrantes. Unidos en un juramento nupcial y montonero, conjuramos el grito incalculable de las pobres cobardías. La vida, enferma de años, huérfana de transparencia, sale de su corteza para ver cómo deslizamos por el río nuestro navío de oro.
Te espero con la carne hambrienta, para la inocente aventura de ser fatigada a fuerza de besos. Hay una hora, un día en que nada es abismo. Entre tantas horas aquí y allá, entre tantas tormentas de sol y desazones, un solo día es verdadero, y lo soñado es lo único real.
Dormido sobre mi hombro, tu gesto liberado me complace. Miro tu tamaño desnudo y tu respiración pausada incita a mi piel soberana, tranquila. Miro allí el momentáneo reposo. Casi divina y leve, la cúspide carmín reacciona como si mi mirada la hubiera despertado. Poderosa, la cumbre se yergue, se vuelve alimento de mis labios, sostén de mis rodillas, ardor de mis comisuras, aullido de mis fieras. Mientras la ciudad ejerce sus leyes de dominios y obediencias, el amor gime entre mis piernas como un tigre soberbio que se devora a los hombres.
Hemos forjado firmemente nuestro sistema de errores. ¿Se puede imaginar la vida acertada de los otros? La nuestra, ejemplarmente inconcebible, se construye como un amasijo de confusas convicciones. Está claro que por encima de todo empadronamiento y de forzadas castidades, nosotros defendemos el impenetrable secreto de nuestro corazón que se espasma al ritmo del sexo.
Una tarde de noviembre, la puerta del mundo fue cerrada y por fin reinó la calma. En la calle quedaron los autos con sus ruidos y sus furias infernales. Afuera zumbaban las promotoras con sus perfumes repugnantes. Los inspectores que resonaban con su abuso de poder. Los ladrones que ejercían su eterno minuto de rabia. Los agredidos que se resistían a su impotencia cotidiana. Los curas que se quedaban sin perdones y los ángeles a los que se les quebraban las alas. Una tarde de noviembre, la puerta del mundo fue cerrada por el hombre y lo primero que vio la mujer fue su tez brillante con el color de las cosas castañas. Más allá de sus ojos estaba la vara selecta. El tallo purpúreo que sostenía la flor de un solo pétalo. Una tarde de noviembre, haciendo lirios dios hizo el junco rojizo. Haciendo peces hizo la destreza. Haciendo frutos hizo el sabor de breva. Una tarde de noviembre la mujer cerró la puerta del mundo y atrás quedó el decoroso despilfarro de decencias.
Yo no quise distraerlo cuando él iba a caer un poco más lejos que yo luego de aquel crepitar entre las piernas, de aquel jadeo adentro del cerebro, de aquel infierno en el corazón. Ensordecido lo vi derrumbarse, envuelto en su piel, con las dos cabezas doloridas, con la sensación de habérselas tenido que ver con mil cuerpos imbatibles. Por un momento pareció víctima de cien catástrofes sucesivas pero de pronto giró hacia mí con una sonrisa satisfecha. Yo estaba segura de que habíamos agotados todas nuestras fuerzas, pero esa sonrisa final me animaba a creer que quizás, otra vez él querría volver a caer un poco más lejos que yo luego de un enésimo crepitar entre las piernas.
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