CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
FIESTA, FIESTA
Se descolgó el mundo. Sus débiles membranas de pájaro sobreviviente de un diluvio, se desprendieron en una maniobra inepta de los ángeles, que con sus boquitas de murciélagos blancos llenaron el cielo de exclamaciones espantosas. Inmersos en los festejos de rigor, nosotros pensábamos que eran fuegos artificiales. Dios delegó la responsabilidad de los sermones a los que estaban más borrachos, pero la ebria locuacidad de los creyentes apenas alcanzaba para repetir una y otra vez "feliz año", "feliz año". Al diablo se le torcieron las mandíbulas comiendo nueces y retraído en la penumbra, él también nos dejaba caer, pero nosotros pensábamos que ese ardor en el estómago era porque el vitel thoné estaba vencido. En la caída, el mundo rasgaba con las uñas el telón del universo. En los oídos somnolientos de dios, el derrumbe terreno era un pequeño rumor, apenas un acorde que se convierte en silencio. Sus murciélagos blancos jugaban a las escondidas. Ninfas y sátiros celebraban orgías en honor al imperio pero nosotros pensábamos que era un happy hours de último momento.
KITSCH-KITSCH, BANG, BANG
Claudia Médicci, con un vestido de tul negro, surcado por una franja de encaje que no mostraba plenamente las aureolas tutelares de sus senos, me sorprendió en plena noche, jubilosa, mientras mis viejos vecinos partían en dos un enorme pan dulce, sobre la mesa improvisada en la vereda. Ella estaba radiante, como toda estrella de televisión, sonriente y excitada convencida de que allí también, en mis sueños, había cámaras y espectadores detrás de la pantalla. Los químicos que suelen servirse en estas fiestas, fermentaron mi fárrago onírico y en el revoltijo de figuras, la mano bienhechora del sueño, intoxicada con lemonchamp agarró a la Médicci al voleo, que flotaba en su propia zona alucinada, con un babydoll negro y tanga al tono. Yo no podía echarla, porque nunca he echado a nadie de mis sueños y menos aun en navidad, cuando una tiene la dicha de caer en una promiscuidad tan bien venida. La sonriente rubia fue interceptada en plena fantasía con galán de nombre Cacho y de apellido Castaña. Ella se mostraba nerviosa, mientras me describía el modelito que llevaba puesto. El atrás de la rosarina se expandía hacia los costados como un gran plato carnal del que podían comer los hombres y las mujeres de todo mi vecindario. El viento de la noche de los sueños, se comportaba como una ráfaga fílmica, precisa, que le sacudía el largo cabello de amazona tratado por Sanders y coloreado por Silkey. Cuando ella se levantó el tul y dio la espalda, mostró a Cacho, en toda su plenitud, el universo postrero, excretador de flores, el cual meneaba al ritmo de una música que ella misma se provocaba. El viento jugaba con las extensiones que mutaban a un color rojizo a medida que el sueño avanzaba. El viento certero, dirigido a veces por Polaco, a veces por Armando Bo, le sostenía el vestidito impresentable enrollado en la cintura. Cacho y yo estábamos fascinados con ese jueguito de pornoinocencia. El redondo paquete de la mujer que antes conducía La Pavada, se revolvía bajo los tules del babydoll, y Cacho, subyugado, fue tras ella, guiado por el hechizo de sus nalgas. El balance de fin de año es altamente positivo: mi capacidad alucinada va en ascenso. A mi fauna onírica he incorporado rutilantes seres de farándula. Pero mi fidelidad no se altera: el viejo desnudo que me esperaba fumando pacientemente en una azotea flotante, sin edificio, era como siempre Ezra Pound.
EL SILENCIO EROTICO
En sus rostros, la vocación de amor se anunciaba inminente. Tal como lo dijera el libro que leo todas las noches, la transparencia de esa vocación los hacía amados. Al igual que el narrador del libro que leo siempre, yo tampoco me sentí bastante autora para describir el modo en que esos dos se aferraban a la vida ni para transmitirle a mi lector por dónde eligieron éstos, canalizar sus solturas. Mientras ella buscaba el gel en la cartera, era fácil para mí seguir sus movimientos de mujer que dejaba de ser buena, pero eso no duró mucho tiempo. Cuando ella volcó generosamente un borbotón de ungüento en la mano derecha y sobó la panoja cristalina, mis ojos de bestia relatora iban y venían, desesperados, por cada rincón de la selva. La transparente vocación de amor se acumuló en la mazorca nítida de él, desde donde salía el nítido rumor de la nítida simiente. Ella, con un gesto insensible, despreocupado, pasó lo mano por la línea de su horizonte, delineó varias veces con el dedo la ranura gozadora. El transparente empuñó su nave ungida y como si fuera un crayón descomunal, dibujó con ella el surco de abajo hacia arriba primero, de arriba hacia abajo después, hasta que la aeronave halló la brecha resbaladiza y entró de lleno en la abertura del sol profundo. Ella con su dedo y él con su nave bien me habrían podido señalar como impotente narradora porque en ese momento todo mi universo narrado desaparecía en el interior de una ostra silenciosa.
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