CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Es flaco y moreno, silencioso como son los hombres de campo.
Lejos quedó el tiempo en que era Delegado del exitoso equipo formado por un grupo de entusiastas jóvenes que usaban una camiseta blanca y una V en el pecho, como Vélez Sásrfield, sólo que en ese caso era roja, pantaloncito negro y medias del mismo color, y en conjunto habían decidido tomar el nombre de Los fugitivos y se alzaban con todos los campeonatos de verano que organizaba el Club Huracán en la década del cincuenta.
Juan Aromando, de él voy a escribir, era uno de esos delegados que quedó en la historia porque alentó a esos muchachos a desafiar al "Evita Estrella de la mañana" (nombre con que se rebautizó al club rosarino Morning Star) y que ganaba de punta a punta todos los campeonatos nacionales para adolescentes de los archifamosos Campeonatos Evita y allí fueron, alegres a la inmolación en ese partido que perdieron 7 a 1 según algunos, 9 a 3 según otros, 11 a cero los más crueles.
"Masquique Sequeira", uno de los jóvenes valientes que jugó ese partido me regaló una foto donde posan para la eternidad, con la mirada confiada en el triunfo que les fue esquivo. Allí están Juan sosteniendo una bandera de Los fugitivos con los otros adultos, no sé si todos delegados (Dino Vera, Haroldo Real, José Hechen) porque también está Chiche Peñaloza, demasiado joven para serlo y el inefable padre Martínez, que cambió tempranamente la parroquia por una mujer, se casó y se le perdió el rastro, con un sombrero de paja en una mano y su larga sotana, la misma que se arremangaba para jugar con nosotros en los picados, exigiendo la pelota con esa voz grave y metálica.
Los Fugitivos era uno de esos gloriosos cuadros de entonces, sostenidos por algún comercio, que pagaría las camisetas o por una variante cooperativa como era el caso del equipo albirrojo que ese día le sobró coraje.
Masquique me cuenta que había otros equipos y tira de la memoria para arrimármelos como una leña seca al fuego del recuerdo: Blanco y Negro, La Flor, Casa Bessone, El Fortín, El Taladro, El Porvenir, El Amanecer, La Catalana, Los Tambores, Casa Arregui, La Cooperativa, La Terrasson, etc. ,etc.
Según sigue el relato de Masquique esos equipos nada envidiaban a los de la Liga Interprovincial y hoy día serían un lujo difícil de empardar.
Los jóvenes de hoy que ven al Milan, al Celtic, al Manchester por las grandes pantallas de los televisores del Club y que se han criado con los dos referentes futbolísticos del pueblo: Fernando Belluschi y Danilo Gerlo, que militan en la primera división del River Plate, no saben (a menos que un adulto memorioso se los cuente) cómo era el fútbol entusiasta, caballeresco y deportivo de entonces.
Eran otros tiempos, tal vez más modestos, tal vez con más carencias materiales, pero algo es seguro: eran tiempos de auténtica entrega por una camiseta. Eran tiempos en que la ingenuidad y la lealtad de un hincha se podía llevar al cine de la mano genial de Enrique Santos Discépolo, que supo captar esa pasión. También su sensibilidad alerta, aguda y dolorosa, cantó y pudo hacerse cargo del dolor y de la esperanza de su pueblo.
Esto que narro (esto que trato de narrar) sucedió cuando yo era muy niño, tanto que no me quedan registros personales y debo acudir al de los otros, como este caso el de Masquique.
También hay otros apuntadores de estas historias que ya eran hombres entonces: Pepe Mazza, Juicho Becerro, Livio Matiello y Juan Aromando, mi amigo.
Juan, como dije más arriba es de pocas palabras, sus ademanes son muy lentos y fuma constantemente unos largos cigarrillos rubios que siempre enciende cuando uno no lo ve, por lo que parece que fumara siempre el mismo.
Heredó de su primera esposa, Edda Vollenweider, nieta del fundador del pueblo, unas hectáreas donde tiene su chacra. Cuando me lleva hasta allí, apenas descendemos de su chata vamos hacia la parte trasera de la casa, donde tiene un cobertizo cubierto de chapas y allí unos cuantos lechoncitos pequeños. Me dice que los tiene para comer y que yo elija uno para mi próximo viaje, que él se va a encargar de ponerlo a punto.
- Yo lo aso con las brasas bien lentas, así me enseñaron y así me gusta.
- Está bien ,Juan. Le digo.
- Este "fajado" te gusta, me pregunta.
Le digo que me da lo mismo. "Fajado" se les llama a los cerdos de un solo color que tienen una franja de un color distinto, generalmente en el lomo.
Luego levanta la vista y se queda pensativo, mira hacia el poniente.
- Esta tormenta se queda aquí, hace falta el agua para el trigo, agrega como para sí.
Y caigo en cuenta de que nunca lo he visto reír, ni siquiera sonreís en todos los años que lo conozco.
Después me invita a entrar a la casa, donde no tiene luz eléctrica. El lugar donde estamos está muy oscuro, lo veo al final, por su camisa blanca, difusamente percibo o creo percibir su figura con algo en la mano que luego resulta un farol a gas.
Cuando pone el fósforo y bombea un poco salta la luz por las paredes, deflagra contra los muebles y les da intimidad, peso específico, volumen, casi diría: vida.
Se recorta una puerta que da a otras habitaciones, y en el sur una ventana no muy grande y entonces caigo en cuenta que estoy en una cocina.
Aunque sé que acaba de enviudar por segunda vez, no le pregunto nada, ya le di el pésame cuando me pasó a buscar por el Club, hace un rato.
Respeto su dolor y su silencio, que se ha hecho más concentrado en los últimos tiempos, me dicen, aunque a decir verdad, siempre ha sido bastante parco.
- ¿Y Eladio?, le pregunto. Eladio es hijo de su primer matrimonio y vive en una chacra vecina.
- Ahora vamos para allá me dice y agrega que se ha casado hace poco.
No es momento, pienso, para preguntarle por Los Fugitivos y esas cosas de su juventud, así que lo dejo para otra ocasión.
Juan me sirve vino en una copa alta, vierte con esmero y lentitud el líquido oscuro que pronto llegará como una bendición a mi garganta, pero espero a que se sirva él y omito el brindis, primero porque no hay nada por qué brindar y segundo porque no quiero turbar su timidez.
Pasamos un rato así en silencio, él mira pensativo la mesa y me da la impresión que me ha olvidado, sólo hecha el humo de su cigarrillo eterno, y yo aprovecho para observar ese rostro moreno, ese cabello tupido y negro al que sólo unas pocas líneas blancas en las sienes denotan los muchos inviernos que sobrelleva bastante bien. Sus manos grandes, percudidas para siempre por los trabajos del campo, esas manos que pronto harán el ademán de sacar el paquete de cigarrillos del bolsillo superior de su camisa y encenderá otro.
Esta vez me apresuro a darle fuego, porque llego antes que él con la llama de mi encendedor.
- Gracias, me dice, lacónico y con una brizna de afecto.
- Cuánto hace que trabajás, Juan, le pregunto para romper ese silencio que ya siento como una losa encima mío.
- Y, muchos -me dice- Desde los ocho años- precisa.
- Son muchos, le digo como para saber su edad.
- Y sí, me dice, esta vez sin precisar.
Mientras vamos hacia la chata que nos llevará hasta la chacra de su hijo, sé que va a encender otro cigarrillo y entonces miro detrás de él las sombras que ya se han adueñado de todo el campo y nos someten a la pequeñez y el anonimato de dos hombres que no superan en ese momento la infinidad de breves lucesitas con que nos invaden las luciérnagas.
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