Mié 09.01.2008
rosario

CONTRATAPA

Una siesta en Tacuarembó

› Por Eugenio Previgliano

Tengo hambre. En el calor de la siesta de Tacuarembó el sauce se irisa y la luz que lo envuelve, a causa de la reverberancia, dá a la vegetación que hay más allá de la quebrada un aura fluida: olivares, vides, sauces, pinos e incluso el ombú fluyen, como se supo decir del Espíritu, hacia lo más alto del cielo. Él, sin embargo, insiste en algunas de sus narraciones, que tal vez yo haya, en otra ocasión, en otros lugares, con otra gente, escuchado con la misma atención con que ahora miro fluir ese verde marasmo hacia las alturas siderales.

Fíjate -dice- que a diario ella bailaba por las noches para turistas americanos, gordos y maduros que con la mano del Rolex le daban generosas propinas acaso antes que por comprar su cuerpo, por sobornar, corromper y comprar sus principios sin conocer seguramente su curiosa realidad de súbdita del ACNUR, su complejo proceso fisiológico de adaptación a una dieta nueva, sus dificultades para aprender el idioma, la difícil necesidad de adaptar sus vestidos de campesina a los cánones y costumbres de la capital de la moda y la inmensa saciedad de saberse sola, sin regreso, buscando intensamente todo el tiempo un hombro que huela como la estepa, que suene al oído como las cabras, que irradie el calor del samovar de otoño. La tierra arada, que quizás un mes atrás sintió -¿tendrá un alma?- cómo arrancaban de su seno la cosecha con una maquina traída desde muy lejos del sosiego de Tacuarembó, de donde se dice que es el lugar donde nació Gardel, y tiene, por debajo de la atmósfera reverberante, sin embargo, unos bordes nítidos y bien definidos que permiten leer en ella la idea de la trayectoria recta y sin pausa que guió al operador a bordo de la cabina tal vez climatizada traccionando el arado en una tarde que muchos podrían comparar con aquella misma tarde en que Gardel, de niño, ejercitaba sus cuerdas vocales que entonces no eran de zorzal sino apenas de un lactante mucho menos atractivo para los campesinos que un ternero, que un mamón, que un campo de trigo y que sin embargo años después, con el mismo registro adquirido en una tarde de siesta en Tacuarembó pero entonces en Paris deslumbraría Ivonnes, Mireilles, Ivettes e incluso a esos celebrantes gordos, maduros, ricos como un argentino que antes de ir a tirar manteca al techo, antes de emborrachar a Mimì con su champagne habrán asistido al de verdad, al de entonces, al verdadero Armenonville.

Yo no sabría decirte -dice- con precisión y exactitud que es lo que habré sabido leer de esto que ahora creo que recuerdo, en esa especie de mata de helechos criados a la sombra que uno podía divisar al apartarse de su mirada esteparia y focalizar la vista en el iris izquierdo, durante los intersticios que dejaran sus irregulares y espasmódicos parpadeos, tal vez a causa del penoso esfuerzo por contener el llanto que sobreviene de la ilusión que por un instante da el deseo intenso de creer haber encontrado un eco, un destello, un fulgor de la plana aurora esteparia perdida en las noches de danza en el Crazy Horse.

Algo -agrega- debe haber en mí, aún moreno, joven, deslumbrado, inseguro y fatuo, algo hecho con la consistencia del dolor pero que no es dolor, algo intensamente más sencillo que como un soplo, un relámpago, una ola sobrevive fugazmente mientras dura ese confuso momento que los hombres maduros recordaremos luego, al acercarnos a la pasión, en los momentos en los que demos paso al sentimiento como aquello que por convención nos permitimos nombrar genéricamente por decirlo así y sin poder asirla, la juventud. El alambrado, sin embargo, como dando un marco a la verde reverberancia del campo tacuarembense se ve tenue en sus alambres finos, firme en los postes y làbil en las varillas que, lejos de la vertical de los postes, sostienen sin embargo con cierta derechura al entero cerco de cuatro hilos en medio del verano tacuarembero.

Cómo no haber amado entonces -dice en tono de pregunta- con sus grandes pechos firmes, su metro ochenta de altura y esa enorme melancolía por la estepa georgiana a esta bella mujer que en su deslumbrada decisión de pedir asilo en Paris en medio de una gira con un grupo de danzas folklóricas de cualquier pueblo estepario que, salvando las diferencias térmicas bien podría ser Tacuarembó, hizo su aporte para que el mundo cambie, la gente viva después de la guerra, la libertad se afiance y podamos volver contentos y maduros a Paris a comprar en el Prada de la Rue Montaigne llevados de la mano de la tranquilidad de que la guerra fría ya es historia un poco a causa de pequeños actores como estos que mi recuerdo se empeña, malgrado el tiempo transcurrido, en cristalizar eternamente.

Vamos a comer -le digo- que con este calor ya deben estar por cerrar el comipaso.

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