CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Estábamos próximos en las penas, sin embargo el cielo daba sus altas señales mientras el solo verano entraba a saco con su sol impiadoso por las veredas frondosas de las quintas, haciendo presión sobre el olor del tomatal regado por la mano diligente de mi madre.
Estábamos próximos a todo. O lejanos, no lo sé.
El verano era la libertad no sólo de la escuela sino de la presencia paterna ya que era época de la cosecha fina y nuestros padres recorrían kilómetros rapando el trigal por las provincias vecinas. Quedábamos con la mínima obligación del mandado, la comida a las gallinas, la limpieza de la jaula donde trinaban "corbatitas" y canarios. Y estábamos abrigados por la sola mirada permisiva de la madre.
Los veranos sí que eran muy bellos. La pesca, los juegos, la caza de las mariposas ciegas, el fútbol en los atardeceres con el pasto tibio aún por la frecuencia salvaje del sol bruto de la pampa.
Cuando pienso en mi pueblo o en ese pueblo que ya nada tiene que ver con el actual salvo en mi memoria obsesiva, pienso que el universo era pequeño y que no me llegaba aún el dolor que produce el sentimiento del poder que no tenemos, el que otros usan para oprimirnos, tornarnos vulnerables y dejarnos solos, en un lugar donde tenemos que luchar "para no cumplir años lejos de uno mismo" como escribió Raúl Gustavo Aguirre.
Ahora quiero decir algo: todo en aquel tiempo era nuestro.
Sólo que la pena empezó a aparecer con el número Dos, como dice Marechal. Porque empezó el atardecer que la primer muchacha manchó de tristeza, nos dejó frente a la obviedad bella del crepúsculo, frente a las hojas que calan en un Otoño que no dejó de desprender sus hojas desde entonces.
Cuando pienso en mi pueblo, en sus calles que la lluvia volvía lodazales y caminar hacia la escuela era casi una proeza, siempre con las botas que heredamos de un primo mayor ya que nunca alcanzaba para poder estrenar esas brillosas que vendía el Cholo Belluschi, lo hago como si todo aquello no hubiera sido cierto.
Uno anduvo en la vida. A los tumbos, a incierta alegría de un amor que no nos deja sino cada vez más desamparados porque pone a prueba nuestra falibilidad y nuestra temporalidad temerosa .
Uno también recuerda a los pequeños amigos de ese entonces, hombres que ya no vemos hoy, pero no los puede dejar de mirar en su traviesa inocencia como si nada nos dejara más solos que el hecho de saber que esa noche la paliza del padre sería tal vez peor que la del nuestro, cuando comparábamos la crueldad de las reacciones frente a una travesura común. El miedo de volver a la casa y el miedo de refugiarse en casa de la tía buena, porque buscar refugio sin dar la cara sería peor. ¿No éramos machos o proyecto de tales, acaso? En esa dura disciplina cercana a la crueldad o en ella misma nos criaron estos inmigrantes que no retacearon ninguna rudeza rectora.
En el pueblo todo era perfecto por entonces, pese a las palizas y los miedos.
Porque el verano con sus anchos callejones donde corrían los cuises, que guardaban en sus alambrados las lechuzas somnolientas era el tramo donde se trazaba nuestra aventura pequeña e invalorable. Y si todo quedaba demasiado lejos, si algunas pocas cosas nos hacían felices, como un partido de fútbol que ganábamos, el hallazgo de un nido de teros esquivos o el pequeño búho que se escapó pese a mis mimos porque la noche era para él más libre y necesaria.
Los anchos caminos eran de todos.
La senda hacia la escuela se abandonaba en el verano y el campo con sus verdores de sandías nos ponía alegres porque hartarnos de su pulpa rojiza mientras los mayores mateaban y se espantaban las moscas con una rama de tamariscos y los caballos se inquietaban perseguidos por las mismas moscas que al olor fuerte de sus orines se congregaban entre sus patas y ese olor que subía por el aire con su vaho también era el verano y esa certeza ya no se podía discutir, era toda la felicidad junta del mundo para nuestras demandas.
Era el verano.
Era la bella estación que gustaba a Pavese, la de los juegos libres y las caminatas y los chapuzones en la laguna de Compañy o el robo a los naranjales del Ruso Way o la inevitable quinta saqueada de don Clemente Gerlo, italiano sufrido que nos daba a veces pena con su mansedumbre en el bigote encaneciendo lejos de su tierra.
El verano era el verano.
Los partidos que los pelotaris encarnizaban en los atardeceres de hacha y tiza. Tony Olaviaga, Corsito, el loco Peralta, los Míguez, Pablito Becerro que acariciaba con su paleta rota esa pequeña pelotita negra como si fuera la mejilla de una novia adorada.
Pongo en este papel con el desorden de los años y la angustia del pueblo que se va para siempre de las manos, digo que pongo o quiero poner un poco de coto y golpear al tiempo sobre el hombro, para que me escuche un poquito, porque si bien sé que no vuelve ni tropieza como quería Quevedo, yo no me puedo resignar a ello y por eso me siento a escribir.
Lejos de todos, lejos de mis viejos amigos, del pueblo, de los afectos, como si en este naufragio sólo quedara mi sola memoria que no se deja vencer por el olvido que todo lo da vueltas y lo transforma.
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