CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
QUEVEDOS Y QUÉ VISIONES. Ella mira el mundo visible e invisible a través del microscopio que él ostenta entre las piernas. Su sola curiosidad hace saltar a borbotones la sustancia tibia de la existencia. INMANENCIAS AZULES. Una vez por semana se libera de la trampa que ella misma construyó con torta de boda, cinta de raso, velo prestado, anillo nuevo, abismo azul. Una vez por semana regresa a la realidad de su sueño fraudulento un poco menos buena, más culpable, más sana después de las lamidas que la curan tan rápido como una inyección de Decadrón.
FULGOR Y PREDICCIONES. Que entre las actitudes atendibles de una culona se destaque la tendencia al autoerotismo, no necesita demostración. Basta el sexo. Su existir, como objeto deseado y como sujeto deseante, lo prueba. La culona nos hace creer que gira en una órbita privativa, emancipada, mientras actúa, con su poder creador sobre los mejores futuros gestos del mundo. El próximo sumergido en el fulgor lunar que se le acerque, la invite a almorzar, le robe un beso y le proponga un encuentro cada veinte días, cada veinte años o cada veinte minutos según sea su culona voluntad, será el nuevo beneficiado del universo.
FABULA. Hay una especie de mujeres que tienen un solo ojo pero no precisamente en mitad de la frente. Se cuenta que donde ellas están siempre hay escondido un pedazo de memoria que nunca será olvidado. Su ojo guardado entre las piernas mira el mundo de muy bella manera. Es cierto que la humanidad va a donde quiere pero es sensible a la mirada que ese ojo le prodiga. Quienes las han conocido dicen que estas mujeres transmiten bienestar hasta el escándalo y a nadie se le ocurriría pensar si las atiende un ginecólogo o un oculista. El ojo púbico tiene por pestañas un puñado de vello naturalmente encrespado. Late como un enviado del corazón. Escruta, como un emisario de la mente. Predice como un dedo del cielo. Pero es harto grosera la fábula para que pueda creerse que todavía existan en el mundo pedazos de memoria que nunca serán olvidados.
LA DANZA DEL CUERPO. Cuando nos acomodamos en ese abrazo íntimo y yo enredo mis ingles en su pierna, él dispone de la atención de su propia mano sobre su propio cuerpo. Como partenaire imprescindible de su gloria, yo froto suavemente mi humedad sobre su muslo y aguardo que él haga surgir para deleite de mis ojos, el caudal nacarado de su vientre vivo. Soy la espectadora ávida de su riego.
EL VESTIDO Y EL NOMBRE. Sé bien que allí, donde no estoy, no se oyen grandes gritos, no es pronunciado mi nombre. Sé que un sonido de mar lejano o de nubes presagiando un relámpago, significan todo aquello que como yo, no se puede nombrar. ¿Para qué ha nacido la noche sino para que el viento le soñara su vestido negro?
EL AGUA CASI NEGRA. Que cese tu extrañeza: estas ideas que llevo en la cabeza y este corazón que llevo en el pecho, son algo más que una rebeldía. Despojada de ellos no soy menos secreta. Es aventurado, no lo niego, vivir y escribir de esta manera, sobre todo porque no puedo acusar a nadie de mi escritura ni de mi existencia. Ni siquiera al pez escamado de semen y de palabras que cultiva el vértigo sexual del que se alimenta mi alma.
LA CRESTA DEL ALMA. Cuando él llega como un sueño y flota delante de mí con su color castaño, apenas alcanzo a dar un grito antes de desprenderme del silencio. Su cuerpo habla como un fruto que quiere ser mordido. Yo le acaricio la cresta del alma y dios aúlla cuando me precipito de narices sobre el mundo que yo sola he erigido.
EL CORAZáN AVALA. Nuestro espejarnos mutuo, nuestra manera de vernos uno en el cuerpo del otro. Uno adentro de los pliegues del otro. Nuestro fluir de aguas espesas. Nuestro viaje limoso y nuestro salir a la luz cuando la noche es lo único que ilumina.
PERIPLO. Lo admito: soy presa de la danza de los abismos. De la jabalina. De la tarea negra. Creo que podría salirme de la distorsión y las metáforas, pero no me dan ganas de poner la vida en una hilera y que mi mano ficticia tome distancia de mi hombro real.
LA MANO QUE TRABAJA. Hasta las primeras luces del amanecer estuve leyendo estremecidamente al viejo heresiarca Apollinaire, para curarme de la mirada complaciente y maquinal que el mundo hace de sus prácticas rutinarias. Luego de haber cerrado la puerta del mundo, necesito acercarme al sacrílego. No puedo hacer un recorte de las horas, sino hasta unas horas después, cuando el día acaba. Vuelvo sobre mis pasos desde la memoria y reviso las costumbres más desafortunadas. El abrazo del hereje se prolonga, se prolonga hasta que la imprecisión de lo imaginario se filtra generosamente por la mano que trabaja.
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