CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Empiezo a sacudírmelas; hormigas. Microscópicas. Pero no las mato, trepan de vuelta a mis piernas, mis muslos. Me dan vueltas como delicados collares por la garganta. Sin embargo, no me hincan ácidos en su deslizar, suave.
¿Soy su tierra?
Al ser expulsadas de su lugar, anidan en mí. Están viejas, y en ocasiones esporádicas se agrupan de un modo especial. Entonces escriben mi nombre, Sonia, y yo me siento acompañada.
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Seguramente se refugian en mi cuerpo porque les tendí una emboscada involuntaria, en otro continente. Un bombón guardado con el papel semiabierto en mi valija, las atrajo; quedaron atrapadas y desempacadas en Santa Fe. Su única esperanza de retorno la representa un regreso mío a su lar, (por cierto, improbable. No me moveré de la ciudad hasta que junte plata, lo que implica años). Envejecen, las pobres. Mi cuerpo es su patria. Hormigas diminutas, disciplinadas como monjitas tristes... De noche se alojan en montoncito, en mi ombligo. Durante las horas diurnas juntan hojitas, y merodean por el vaso de azúcar que les mantengo encima de la heladera. Pero no permiten que las cuente, se mueven, como para no enterarse de que son menos.
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Refuerzan su refugio en mi ombligo con modestas motas de polvo; hay días que no les destruyo su alojamiento durante el baño, pero tarde o temprano me distraigo y paso la esponja sobre él: arrastra huevos blancos, infecundos, hacia la rejilla. Trajinan para rescatar los que pueden. Los acomodan con delicadeza, ellas, las de la congregación estéril.
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Exploro un hormiguero del jardín. ¿Acaso sus pobladoras no son idénticas a las de mi convento? Acerco una cucharita esquivando sus ataques. Alzo tres o cuatro huevos foráneos.
Aprovecho una distracción de mis habitantes y añado los huevos extranjeros a los que ellas renuevan dentro de mi ombligo. Pero advierten algo inusual y montan alrededor un circuito de tránsito y observación. Como haciendo recuentos.
Luego separan con exactitud propios de ajenos y se agrupan, entregándose a algo semejante a charla o discusión.
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Al bajar del avión noté que se adherían a mi cuerpo, único vehículo que las devolvería a su hábitat. Pasajeras en tránsito.
Día a día trataron de recuperar sus senderos reconociendo las baldosas de la cocina, los rincones de los revestimientos, cada rejilla. No demoraron en armar un mapa trastrocado respecto al propio; quedó completo la noche que transitaron por el marco de la ventana y constataron constelaciones absurdas, perdidas ellas en un lugar que era otro.
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Se encolumnan en una línea delgada, pasan por un agujero, túnel que se abre como catalejo en un ángulo de esta sala, a la que cubre una alfombra veterana de horario completo. Horadan; se harán un hormiguero. Remueven obstáculos con un esfuerzo que las voltea. Queda a la luz un disco opaco. Es una moneda.
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Luego otra. Otra. Desentierran doblones españoles de siglos, de cuando los primeros pobladores se asentaron aquí, en Cayastá. Monedas con un valor tal que al verlo en el papel donde el numismático lo anota, me hace reír. Justo para un pasaje aéreo, una excursión y una estadía. No dudo un segundo el primer destino. Qué importa si repito un lugar y un hotel, luego recorreré paisajes nuevos. Cargo mi colonia viva. Volarán conmigo hasta que las devuelva a su verdadera casa. Ya no se agruparán escribiendo mis iniciales o mi nombre, Sonia. Entonces, nuevamente estaré sola.
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