CONTRATAPA
› Por Miguel Roig *
Las cortinas corridas dejaban que el tibio sol de junio bañara el dormitorio y se distinguieran las partículas flotando en el aire. Incómodo, sentado en una silla, la miraba a ella, incorporada en la cama, ojear la novela que le acababa de dar.
Escribo en tiempo pasado por convención, pero debería utilizar el presente porque esa imagen es evocada ahora en mi conciencia sin equívocos ni dudas, de la misma manera que no se pone en tela de juicio la certeza de una fotografía.
Ella está convaleciente y pasa, incorporada en la cama, las páginas del libro que le acabo de regalar, tratando de despertar su propio interés en alguna palabra o en una frase corta que retomará más tarde o que quizás nunca lea (ni la palabra, ni la frase, ni la novela); ella busca despistar su propia incomodidad, la que ha generado esta visita mía y ambos, ella y yo, eludimos una conversación comprometida, más triste que filosa, un cambio de palabras que convertiría en enferma la luz cálida que entra por el ventanal: se impone un silencio amable que anida y tolera todos los sobreentendidos.
Estoy sentado, escribí, mirándola a ella pero también veo a mis espaldas, desde ese cuarto piso y a través del ventanal, el tráfico que atesta Libertador frente a Retiro. Quizás es por el ansia que genera la situación o porque quiero salir de allí: se sabe que las cosas a veces acaban mal pero cuesta aceptar que puedan terminar peor.
Era la hora del almuerzo, recuerdo, y casi seguro que habré llegado hasta allí en taxi a pesar de que mi trabajo estaba en San Telmo y se puede uno acercar en quince o veinte minutos caminando, sin necesidad de sofocarse. (Urgencia por llegar, prisa por irse.) Habré regresado, eso sí, a la agencia caminando, demorando mi paso por el Bajo, para sortear el sopor emocional de esa despedida -era eso y no otra cosa: la mise en scène de una clausura- sin repasar ninguno de los detalles apuntados y que ahora, tantos años después, puedo objetivar.
Ese fue el último encuentro en Buenos Aires. Después hubo otros dos. El final fue en Rosario. Ella había conseguido una plaza en una institución oficial y eso le había obligado a regresar a la ciudad. Fuimos caminando desde su piso hasta un restaurante de la calle Maipú, cerca de la vieja aduana, y la conversación, tanto en el paseo como en la cena, sonó como en un cuarteto musical trunco: una preparación de la tensión, tensión, reposo y la ausencia notable del allegro. Éramos otros: un par de semejantes en los que delegamos el compromiso de un encuentro social. Pero hubo un detalle que nos devolvió por un momento a nuestro sitio: la despedida. Ella se bajó del taxi y yo me quedé viendo por la ventanilla del coche como cruzaba la acera, llegaba hasta la puerta del edificio, la abría, entraba y giraba para volverme a mirar por última vez. Esperé un momento que se diera la vuelta y se perdiera por las sombras del hall después de alzar su mano con el gesto del adiós. Dio la vuelta, sí. Levantó su mano, también. Pero no se fue: se quedó allí, estática, esperando que mi partida. Desaparecí de su vista.
Si no hubiera visto, hace unos días, La Aventura de Michelangelo Antonioni, nada de esto hubiera regresado a mi memoria y mucho menos me hubiera puesto a escribir sobre ello.
Un amigo me envío un correo con un link que me sugería visitar: era un largo artículo de Martin Scorsese en el que recordaba a Antonioni; concretamente, Scorsese, contaba su experiencia como espectador ante La Aventura.
Bajé al desván y por suerte encontré una vieja copia en video de la película comprada hace años y que formaba parte de una colección de cine de autor que respetaba los formatos de pantalla y audio originales.
La película centra su atención sobre tres personajes: Anna, Claudia y Sandro, interpretados por Lea Massari, Monica Vitti y Gabriele Ferzetti. Desde el principio queda claro que los tres no tienen otro norte que el de sus propias pulsiones, a las cuales no controlan ni interrogan demasiado. Anna y Sandro mantienen una relación y, junto con Claudia y un grupo de amigos, se embarcan en un crucero por el Mediterráneo. Nadan, juegan, beben, fuman. Nadie lee, nadie dice nada que merezca la pena ser escuchado: son cuerpos jóvenes, bellos y cuidados, y cuerpos maduros, delicadamente envejecidos. La película narra, sin hacer foco en nada, ese vacío. Y esa ausencia de objeto que parece descuidar Antonioni es justamente el sujeto de la narración. Sin que nada parezca suceder -y según avance la historia, a pesar de la tragedia, se verá que nada pasa- recalan en una isla donde la tripulación del velero se desparrama entre calas y rocas y Anna, la novia de Sandro, desaparece. Sin fundido, por corte: nunca más la veremos ni nunca se sabrá que pasó. Acto seguido, empieza una búsqueda que nada tiene que ver con la tradición del cine policial. Sandro y Claudia van detrás de unas pistas absurdas que les llevan no a Anna, sino a ellos mismos, tanto, que inician una relación y al tiempo que se olvidan de alguna manera de Anna, también nosotros dejamos de pensar en ella. La culpa de Claudia es tan leve como el amor que supuestamente le despierta Sandro, quien a su vez ni siquiera parece estar demasiado interesado en si mismo.
Scorsese dice que mientras todas las películas que había visto en su vida las cosas se animaban, La aventura las deprimía. Habla de la capacidad de Antonioni para representar el dolor de estar vivo y de su misterio: "el misterio de quienes y qué somos, entre nosotros y para la época".
Muchos de ustedes, después de haber leído lo que he escrito al principio pensarán que es irrelevante y carente de trama: un par de momentos obvios de una relación desafortunada en la que nada sucede. Lo de irrelevante lo asumo como un fallo posible pero lo de la trama habría que pensarlo un poco.
En La aventura, una mujer desaparece y cuando todo indica que el centro de la narración se pondrá al servicio de esa búsqueda, nada de eso sucede y ocurre que, aparentemente, no sucede nada. Todos la buscan pero nadie parece querer encontrarla porque están ocupados buscándose a si mismos, pero como en el fondo no saben que buscan, la acción parece estar detenida y eso es la trama para Antonioni; la depresión de las cosas, según lo define Scorsese.
Todo gira alrededor de un malentendido. El cuerpo ausente, parecen decir los protagonistas de la película, no es el de la desparecida, es el nuestro. Y nadie piensa que lo recobrará encontrando el de ella, ni siquiera su pareja.
El relato inicial vino a mi memoria al volver a ver la película. Pensé equívocamente, mientras veía a Monica Vitti deambular por la pantalla, que esa era la razón. Pero al final caí en la cuenta que detrás del recuerdo está esa levedad afectiva que nos lleva a tomar atajos morales.
Tengo frente a mí, en esa fotografía, a ella en la cama, el dolor de la convalecencia y sin embargo, puedo ver a la vez el tráfico que corre por la avenida, a mi espalda, lejos de la escena.
Dos miradas se sostienen frente a un portal hasta alejarse una de la otra y no volver a verse nunca más, como si no hubieran existido, como si nada hubiera pasado entre ellas. Nada.
Un malentendido. Un mal entendido como si no lo fuera.
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