CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio *
Habíamos estado toda la tarde correteando con la pelota, excusa única y lógica para adentrarnos en esos pantanales resecos. Habíamos pateado hasta el cansancio contra el arco de palos cúbicos que en los sábados de tarde se llenaba de adultos disputando la guerra de sudores fieros, goles con red, arqueros chuecos. Era un privilegio: a esa hora el canchero, un petiso negro estaba en la fábrica y no podía echarnos. Detrás, como un cuadro hiperrealista, las puertas multicolores de las casuchas calcinadas con relieves de chapones, se erguían en sus insignificancias emananddo olores a fritos, músicas iguales en convivencia reiterativa. Un auto viejo, un Isard celestito arrancó en una humareda y trastabilló para el lado del cementerio.
Un grupo de señoras atravesaron la canchita para cortar camino y detuvimos los pelotazos. Fueron minutos largos, como de recogimiento, pero había que respetar y más cuando pasaban cargando bolsos. Así nos habían enseñado. Estábamos, además en tierras de otros, solo a diez cuadrars de las nuestras pero a la extranjería nos la hacían sentir en las miradas, en los gritos de los chicos, en el peligro que inadvertidamente y de golpe abre sus fauces solo porque uno está desprovisto de miedo, es joven, no ve y la muerte es incómoda, indolora y sobre todo, ajena.
Recuerdo que llegaron de a caballo. Tres mocetones, uno de ellos remedo de ancestros, con lanza de tacuara y los restantes caracoleando los animales. Uno de frente y los otros bordeándonos como para que no escapemos. No sentimos alarma. ¿Por qué la abríamos de sentir? Está bien que éramos forasteros, pero éramos todos chicos, de la misma especie implume y no valía la pena pelear. La intención de ellos estuvo de movida plegada de síntomas campales: miradas fieras y un arrebato por interrumpir el juego de los penales que en ese momento estábamos armando. Como no éramos zonzos paramos la pelota, que en definitiva era lo único que podían querer. Nos interrogaron que que hacíamos en su campito y si nos la aguantábamos. Medimos los hechos: tres contra tres. Uno de ellos seguramente habría de juntar las riendas, atar la caballada por si se armaba la piña y eso, si éramos veloces, nos otorgaría ventaja. El inconveniente, el único radicaba en que iban armados. Y de verdad: las chuzas eran puntudas y en una creímos distinguir algo filoso y brillante relampagueando. El líder, un pibe flaco, de pelo crinudo y rojizo, fue el que me gritó, eligiéndome. -"¿Quéen manda?". Podría haber dicho "¿Quién vive?" en un arrebato fílmico o bien "!Están rodeados, entréguense!". Pero no. Adelantó el caballo sucio buscando al líder.
-"!Yo no!"respondí, con lógica, sin temor ni cobardía. -"¿Por?, se le ocurrió al Flaco contestar. Era el clarín de guerra. La invitación al duelo. El signo inequívoco de pelea. "-!Por esta!" gritó el colorado y se abalanzó con el caballo sobre quien tenía la pelota. Lejos de soltarla, esquivó el topetazo y alcanzó a patear el anca del barcino. El Dany se la bancaba. "!Yo, yo soy el que manda!", chillé tardíamente, con la boca seca, en un afán de reivindicacion ya inútil. El Dany era guapo pero muy chiquito. Junté con una seña al trío espalda contra espalda como había visto se peleaba contra los indios. -"Contamos tres y nos rajamos por los pastos", les murmuré. En el zanjerío los caballos no iban a hacer pie. "Uno, dos...!.tres!", bramé y salimos disparando. La estampida fue vertiginosa y a las cuadras me dolía donde ya nunca más me dolió pues nunca más corrí como esa vez: allí debajo, en el hígado, donde la sangre se arremolina y salta por el esfuerzo. Detrás mio podía sentir los pasos de mis camaradas, y los lejanos galopes en medio de las voces defraudadas. Tenía uno mío atrás, podía ser el Flaco o Dany, o ambos, solo sé que estábamos a metros del pavimento y la salvación. Llegamos hasta el kiosquito y bajo el alero nos tiramos. Miramos como quien otea el horizonte adverso desde el piso. Faltaba el Dany.
Ni fuerza para levantarnos tuvimos. Lo esperamos un ratito y más por dignidad propia que integridad del pibe es que decidimos volver. A una cuadra se nos cruzó. Ya no era el mal presentimiento. Lo llevaban detrás en una chata y alrededor había dos tipos en cuclillas.-"!Al Carrasco!", indicó el Flaco. Cuando llegamos al hall del hospital vimos a un tipo grandote sentado en esos bancos de piedra verde y gris de la sala de espera. Al lado de su pie estaba la pelota. El Dany no la había querido largar y lo habían lanceado. Preguntamos, no nos dejaron pasar. Los de la chata nos alcanzaron hasta la esquina de la cuadra. Consternados como estábamos ni gracias les dijimos a los tipos esos. Luego la escena transcurre en una postal sin tiempo: la madre del Dany, una católica siempre de luto, devolvió envuelta en un diario a la pelota aquella ya mutada en el objeto más perturbador que habiamos conocido. Nos dio miedo, un terror abisal, que desconocíamos tener. El Dany salió vivo y nunca más se juntó con nosotros. Empezó a estudiar la vida de los santos con los de la iglesia, abandonó el fútbol y nos comentaron tenía ya otros amigos. Estudió para cura y quienes recuerdan haberlo visto en cueros, ayudando a levantar casas en la misma zona de su peripecia decían que llevaba flor de cicatriz en el costado. Luego, con la dictadura lo desaparecieron.
Aún hoy coincidimos, tomando cerveza en La Capilla con el Flaco, que la peor vergüenza no es haber perdido a un amigo por nuestra distracción en guerra y el dolor consecutivo de nunca mas poder siquiera verlo, sino en que nos devolvieran la pelota de esa forma, como envuelta en una mortaja, fallecida de antemano, para nunca más ser usada. El otro día la encontré en un mueble viejo mientras me mudaba en mi separación matrimonial y la dejé afuera, junto a las bolsas de basura para que se la llevara el olvido.
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