CONTRATAPA
› Por Federico Tinivella
Caía la tarde como cae un borracho desde un puente al agua. Abrumada y secreta, inyectaba en la nuca la pesadez de un verano que ya figuraba en los anales y en los anaqueles de aquellos que sufren la pegazón de la humedad y el calor. Las moscas aturdían los labios del silencio, se acomodaban en el aire girando como cazabombarderos y venían a posarse en los cuerpos deprimidos y sudados, que el verano se encargaba de momificar en habitaciones donde no corría una gota de aire. La potencia del ventilador simulaba el bostezo de una abuela, el suspiro agonizante de un soldado herido o el aliento de un roedor. Al Panza no le alcanzaba tan pobre fluir de partículas atontadas, sudaba como aquella patinadora que viera unas horas antes mostrando su destreza en calle Superí, al fondo, cerca del Fonavi. La chica iba de acá para allá cual huevo duro en plato playo y una mancha de agua le descendía del cuello hasta la cola, implantando al momento de verla, en la cabeza de Dreuty, pensamientos chanchos. Ahora, en la desolación de un living que apestaba a olor a pata, no podía encontrar consuelo en el abierto de tenis de Buenos Aires ni en las películas del canal Volver. Ese ventilador era prácticamente una hornalla y no podía pensar en otra cosa que en arrojarlo por la ventana. Abrió la persiana con parsimonia y lo arrojó con furia, como cuando un tenista pierde un punto a su raqueta. En ese precioso instante Olinda Cuciantti, oriunda de la más profunda Calabria, de los valles del Marchesato, se abría camino en el humedal, que era a esa hora la ciudad, en su ciclomotor Garelli con escape libre. El estallido fue bárbaro, imaginar tan solo el fin de una paloma en la turbina de ventilación de una gran empresa o el caer de una bolsa de consorcio desde un décimo piso, igual que una olla de cerámica con locro en el parquet del living recién encerado. Olinda voló sobre el rodado, con los brazos hacia atrás, como entregada al beso de un amado inexistente. Cerró los ojos, no para disfrutar del viaje, sí por miedo e incomprensión. Nunca antes había atropellado un ventilador, sí un Caniche recién bañado que no soportaba el shampoo para perros. El Panza ve a Cuciantti cortando el aire húmedo de la tarde, arrojada y sin resistencia, con los ojos cerrados, a velocidad de lancha de competición, justo después de escuchar el impacto, la bataola. Se queda tranquilo al percatarse que en el final del recorrido de la dama hay una parva de pasto fresco, que han sacado esa mañana del terreno baldío, olvida los escombros y el tronco de Lapacho Colorado. Olinda se entierra en la montañita como una cuchara en un mus de chocolate con merengue y nuez, sólo la cabecita y profiere un leve uf, igual que cuando uno se sienta en un puf. Al levantarse, todavía en estado de shook, el cabello se le mezcla con tiras de yuyo que le dan un tono salvaje a su expresión. El Panza la ve intacta y eso lo consuela. En otro estado ha quedado la moto, la rueda trasera aún gira, de la delantera no hay señales, atragantada de ventilador, empachada de paletas. Al volver en sí, Cuciantti escupe puteadas en catarata a Dreuty, que la mira aceptando, con la cabeza gacha y las manos atrás, como cuando un jugador de fútbol escucha al árbitro porque sabe que va a ser perdonado. La sacó barata señorita, está a punto de decir, pero se calla, sabe que no es la frase apropiada. Pase un segundo a mojarse y tomar algo, por favor, dice entonces. Olinda lo mira todavía con bronca, pero acepta porque en el fondo es una piba de barrio, una piba buena, conciliadora, para qué fue entonces a un colegio de monjas, para qué se esforzó tanto en guardar plata para que sus padres vuelvan a la más profunda Calabria, a los valles del Marchesato. Entra entonces y aspira el olor a pata que aún no se ha ido, maldita sea, masculla entre dientes, imitando a una actriz que venera. El Panza corre hasta la puerta y otea la cuadra, allá ve el Gordini blanco del Pepe Ramaduccio. Un bólido modelo 69, versión deportiva, con volante de madera, dos relojes redondos, tacómetro y velocímetro con odómetro parcial y total. Se acerca hasta la ventanilla y descubre que tiene las llaves puestas. El Pepe estará de siesta, no le va a joder que alcance a esta pobre piba, piensa. Acerca el auto hasta la puerta de su casa, abre el baúl y guarda los restos de la Garelli, como si hubiera ido a juntar leña.
Ya sale Cucciantti del baño con su cabello duro como caracú a la plancha, con un llanto contenido que no dura mucho adentro. Se acerca al pecho húmedo de Dreuty y susurra: hoy tengo el casamiento de mi hermana. No te preocupes, contesta el Panza, es temprano todavía, tenés tiempo de ponerte linda y contar una buena historia, esto último se le escapó, pero igual Olinda estaba en otra cosa, subite, dale. Y ahora Dreuty acelera el Gordini, hace estallar ese hermoso bicho tuneado ¿Dónde vivís gorda?, pregunta ya con excesiva confianza, en Martín Fierro y Rondeau, llega seca e insípida la respuesta. Dreuty se arrima a la avenida como Gastón Perkins en un Gran premio de Turismo y la agarra con todo, mete el Gordini a 80km/h, olvidando los radares y algunos semáforos. Esto sí que es viento carajo, le grita al aire casi salivando y la ve a Olinda, con cara de angelito tibio, descompuesta de susto y preocupación y no puede pensar en una tarde más exquisita que esta.
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