CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: Otra vez. Vuelve el caso que explota con la pólvora del escándalo y ahí estamos todos, voy y yo, discutiendo desde la cátedra. Porque ya me oigo, con tono admonitorio, explicando como graduados por correspondencia de profesores existenciales de la vida misma. La vida ajena, se entiende. No vaya a ser cosa que rasquemos en la pared o en los cimientos de tu construcción y descubramos que para vos puede y para mí nada de nada.
Silvia tiene 33 años. Lleva 16 de casada y ocho hijos se sientan a la mesa que ella intenta servir con su esposo. Y entonces te subís al estrado. Lo hubiera pensando antes. Antes de tener 8 hijos. Con dos ¿no le alcanzaba? Todo tiene que ver con la irresponsabilidad. Y más. Y más. Silvia mira la cámara de televisión y me sorprende su calma. No la asusta que Andrea Celeste, la que hablaba con el fantasma de la madre cuando la vida era un milagro, le pregunte acompañada de lágrimas. No le interesa que las mujeres que cuentan las noticias en las telenovelas que van a la hora de los noticieros agraven su voz. No duda. No pide disculpas. Cuenta que puede tener a un noveno crío y darlo a una pareja que es estéril a cambio de una casa para los que son suyos desde el alma. Una madre que alquila su vientre, titulan los libretistas de la hora de noticias. Y entonces emparejan. Ella explica. Con aire de pretendida democracia nos dan derecho al resto, a los que no sabemos de qué se trata para qué opinemos. ¡Qué libertarios somos los periodistas!
Dos: Creo que ya te lo conté alguna vez. No me acuerdo. Maldita manía de destruir lo que escribo con intención de exorcismo que protege las letras. Pero es así. Entonces me encuentro con algunas frases y pienso que nunca te lo dije. O quizá sí. En cualquier caso, me sirve. El que puede lo más, puede lo menos. Siempre me costó entenderlo. La docente de derecho lo decía con la tranquilidad de la verdad sabida y consentida y vos y yo con ganas de decirle algo. O al menos un ¿usted está segura? Quien puede lo más, puede lo menos, insistía ella, haciendo alusiones al mayor de los derechos de una persona sobre una cosa. La propiedad, el dominio, derecho real por excelencia. Veamos. Veíamos. Si el propietario de un inmueble puede venderlo, enajenarlo, puede, claro, alquilarlo. Puede lo más, vender, y por consiguiente puede lo menos, darlo en locación. Basta decir lo más amplio para dar por entendido lo más restrictivo. Irrefutable. ¿No? Y no sé, dijiste por lo bajo, birome berreta en la mano pintando los espacios dibujados en una hoja con margen forense, inmenso. El margen de una hoja representa la importancia de lo que dice. Ese fue otro docente. Pero es otro tema.
Y no sé, le dijiste a la maestra de las normas, diosa indiscutida de las pirámides jurídicas de estas pampas, toga infalible de los artículos, incisos y agregados en codificaciones. Ella te miró, vos dejaste de pintar el dibujo que imitaba el Guernica, sabe Dios porqué siempre dibujabas esa atrocidad en grito silente, y se cruzaron en sus dudas. Quien puede lo más, señor, puede lo menos. Es norma del derecho universal. Si yo puedo disfrutar de todo el proceso de vivir, que es lo más, ¿puedo decidir el fragmento de mi morir, que es sólo un momento? La docente carraspeó. No sabíamos entonces demasiado de Freud ni de los tics que preanuncian la incomodidad o la mentira. Pero ella era de libro. Cuerdas vocales y garganta molestas, intento de aclarar esa zona, necesidad de tomar tiempo, reponerse del golpe, voluntad reprimida de un golpe en la cara de esa desfachatez. O sea, golpe en tu cara, se entiende. Eso es un sofisma, empezó por descalificar. Imperdonable tu ausencia de tino, no dejarla siquiera tomar aire para reponerse de la estocada. Le agradezco el elogio, le dijiste con la misma suavidad del a usted le parece y al ritmo del mismo trazo que sombreaba ese caballo con la boca abierta, dientes fuera de sí, desesperado por su pueblo bombardeado. Los sofistas fueron los primeros valientes de la historia que se atrevieron a desafiar el dogma de las trillizas de oro del pensamiento griego. ¿O sea? Sócrates, Platón y Aristóteles. El mejor antídoto para la tensión es la risa. Imaginate un aula llena de jóvenes estudiantes de abogacía, diez de la noche, derecho civil en su cuarto ciclo, asistiendo al desafío de un pobre colega que todavía no tiene aprobada su materia frente a la madre naturaleza de los derechos reales. Las trillizas de oro, dijiste antes del estallido de risa, no son otros que Sócrates, Platón y Aristóteles. No hay más derecho o justicia que lo el poderoso dice que hay. Es justa aquí la vida porque el que manda dice que es. No lo es allá, porque el dueño de la sartén de ese lugar dice que no lo es. Y ahora sí fue la risa. Mucha.
La dama noble de las ciencias jurídicas mostró hidalguía. Y convencimiento sobre sus conocimientos. Le hubiera bastado con desacreditarte con dos frases ingeniosas, sugerirte un texto que seguro no conocías y pedirte que lo charlaran en privado. Pero no. Sabía que enseñar es asomarse al riesgo del desafío. Enseñar es contar lo que se sabe a riesgo de que te sea preguntado lo que no se sabe. Enseñar es buscar, en conjunto, el sentido de las respuestas. A pesar de las preguntas. ¿Usted propone con su idea el derecho a la eutanasia o, incluso hasta el suicidio? Y propongo que discutamos en serio si el que puede lo más, puede lo menos. Si el propietario puede enajenar su derecho sobre una casa y, por ende, puede alquilarla, prestarla, reformarla, dejarla sin techo, todo basado en la consiguiente facultad de poder lo menos, supongo que el propietario de una vida, puede alquilarla, prestarla, reformarla o hasta dejarla sin techo, sin sustento. Me parece.
Entonces eso te parecía.
Tres: Si la mujer puede dar vida, ¿no puede decidir el destino de ella? Eso me preguntaste cuando me acordé de la docente de derecho. Si la naturaleza la deja concebir, gestar por nueve meses y parir con dolor, ¿por qué no lo otro? Otra vez lo más y lo menos. Pero pensé que ni siquiera ese es el tema. Caer en la trampa de juzgar al otro con las categorías propias es el germen del autoritarismo.
Yo te preguntaría, me dijiste, si el estado cree que puede prohibir el alquiler de un vientre ¿cómo es que no puede prohibir que ocho pibes, su madre y su padre, vivan en la indignidad que roza el hambre? Si el estado no puede evitar lo más indecente es que tampoco puede evitar un mal menor. Porque nadie, ni vos ni yo, creemos que donar un hijo se parece a donar un anillo, un campo o un libro viejo que leía tu padre. Claro que no. Porque ahí hay una vida deseosa de saber quién es y de dónde viene. Porque allí hay una esperanza de ser respetado y no fungido como un objeto cualquiera, de los que cotizan en escaparates. Sin embargo, también es cierto que nadie puede juzgar el derecho desesperado de ser madre o padre y mucho menos el de merecer una casa para los que ya son sus hijos. Este mismo estado, sociedad tuya y mía con aparente organización social, se indigna al borde de impedir una ligadura de trompas en la madre múltiple pero le exige que eleve a la enésima potencia su obligación de velar por la seguridad física y moral de ocho pibes. Estado raro, ¿no? Juega a poder los más sin acordarse de los menos o, en todo caso, los acomoda a su conveniencia.
No es tan grave (y lo es) que el mercado haya puesto en sus engranajes un vientre ajeno y el deseo de un hijo propio. Lo desesperante es que luego de verla llorar a Silvia por todos los canales de televisión nadie de los que se indignó, sentado con comodidad en el sillón de su casa o en el despacho del funcionario público haya pensado que había que darle una mano.
Ni más. Ni menos. Mucho menos. Vergüenza.
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