CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: Nadar se parece a la libertad. Tengo frío, pensaste. Tengo que ir al baño, sentí en mi panza. Nadar se parece a la libertad, repitió Mario y volvió a mirarnos. El frío y la panza seguían. Es que apenas teníamos trece o catorce años y uno creía que la libertad, en el peor y más acuciante de los casos, era un sustantivo femenino singular que había que hacer rimar si nos ponían a poetas en la clase de literatura. Y eso estaba bien. ¡Cómo extraño aquel estado de vivir con horizonte de futuro interminable!, me dijiste ahora. Demasiada filosofía para unos cuantos adolescentes que terminaban de entrenar una tarde entera en la pileta cubierta de Provincial y esperaban irse a casa a comer viendo en la tele "Los hijos de López", previo paso por el vestuario para esconderle el bolso al que cayera de punto ese día. Eramos nadadores federados, es cierto. Pero esencialmente éramos pibes. La fiesta era sencilla, si hoy la miro desde mis cuarenta y pico. A las cinco de la tarde, cada día, entrar a la piscina con olor desaforado a cloro para nadar hasta diez mil metros divididos en series de cien o doscientos metros repetidos en diez. A veces, era ir y venir de a cuatrocientos y, el peor de los mundos, (¡cuánto rencor te guardo, Mario) cuatro de mil quinientos y veinte de cien metros. Eramos de la época en la que Mark Spitz había hipnotizado a todos y el tipo mostraba sus ocho medallas olímpicas luego de haber nadado y nadado y nadado. Eso nos hacía el entrenador, te dije, esperando tu gesto de misericordia retroactiva. Y nada. Me decís que te quedás pensando en la libertad nadando.
El agua es otro medio. Hay que saber primero domar esa viscosidad infrecuente, reconocer tu cuerpo en el líquido que aparentemente remata todas las leyes de gravedad de la tierra y finalmente (¡finalmente!) saber deslizarte sobre ella como quien hace el amor sobre el cuerpo deseado. Silencio. Este tipo está loco, me dijiste. Si la madre de Pizón lo escucha lo denuncia por pornógrafo. Mario seguía insuflando filosofía a aquellos pibes lejanos (¡a nosotros, a vos, pavo!) que terminaban de entrenar una tarde anterior a la competencia de natación y les enseñaba qué cosa era la mística. Aquellos chicos, nosotros, teníamos toda la fuerza que se puede tener en los brazos y en las piernas para que pudiéramos cabalgar con libertad en el vientre del agua tibia. Y recién ahora, con cuarenta y cuatro, ahora lo entiendo. Nadar, chicos, decía el gran profe D'Andrea, es saber que hay algo más que podemos en ese universo distinto que es el agua. Podemos. Y es saber que podemos más rápido que los otros. Y demostrarnos que la carrera es nuestra. Ganar los cien metros espalda, gringo, es tu revancha contra lo que no se puede. Y vos, gringo, tenés que ganar. Porque tenés que demostrar, a vos y a todos, que sí podés. Juro que dejé de sentir el dolor de panza. Dejé de sentir la panza misma. Y, claro. Aquel fin de semana de competencia, gané.
Dos: A esa altura de la vida, los héroes de nuestra existencia no eran los de la tele. En esa me reconozco cachuzo, me dijiste. Nuestros compañeros de escuela querían ser Batman, Robin los más sensibles, Meteoro o el Avispón Verde. Héroe era Ron Ely que se colgaba de las lianas con Chita y un poco más tarde Starsky y Hutch le desafiaban el liderazgo a los Dukes de Hazard. Nosotros, cachuzos, queríamos ser otra cosa. La escuela era la realidad dura de la mañana. La tarde, ya te dije, era la fantasía de ser el héroe de la pileta. Yo quería ser Conrado Porta, te dije, que había entrado octavo en los Juegos Olímpicos en donde el bigote de Spitz todavía no frenaba su desplazamiento. Hoy, todos, se afeitan hasta el dedo gordo, pensaste. Vos querías ser Andrés Cejas, un librista màs rápido que la luz y más poderoso que el ganador de las peleas con el Guasón. Tu hermana quería ser la inigualable Cintia Bellotto, una espaldista elegante que ganaba con sólo mirar a sus competidoras, o la inmensa Andrea Neumayer que le había porfiado a su escasa estatura con una disciplina prusiana para ser una de las mejores nadadoras que dio esta país. Todos ellos, Patricia López Muñiz, las hermanas Hernández, las García Borrás y las Benz, el Refu (cilo) Demarchi, el inimitable Claudio Lutotovich, todos los Fredes, la dinastía Gerchovsky, todos ellos y tanto más, eran nuestros héroes. Había que vernos sentados en los bancos de madera petisos, los bancos, digo, viendo entrar a la pileta a esa corte de intocables que llegaban a ganar el torneo rodeados de un aura físicamente superior y espiritualmente distinta. Yo quería el pase a la sangre azul de la dinastía acuática. Después de ellos, el abismo. No había nada más.
Había uno de estos dioses del agua que me afectaba especialmente. Usás "afectaba", me decís, para evitarte la amargura de decir que te derrotaba siempre. Es cierto. Patricio siempre ganaba. No más alto que nosotros, no de un físico tan distinto al nuestro, no más rubio desteñido por el cloro que nosotros. Sólo mejor nadador. Nada menos. El tipo entrenaba en Arroyo Seco. Debía suponerse que "allá" no tendrían todas las técnicas de adiestramiento físico que teníamos "acá". Si ganaba, era porque era un tocado por la naturaleza. Ganaba. Era un tocado.
Un día Mario me dijo que iba a competir en los cien metros libre en Talleres de Arroyo Seco. Eso y condenarme al escalón intermedio del podio de medallas, era lo mismo. Yo ya tenía en trámite el pasadizo al olimpo de los semidioses de la natación con mi especialidad en los cien espalda. Seamos sinceros, me dijiste ahora: todos sabíamos que no íbamos a llegar a héroes consumados. Pero vos, al menos, tenías la chance de ser considerado con ciertos honores (no los mayores, pero...) en tu especialidad. Un buen espaldista. ¿Por qué someterte a salir segundo con Patricio en la especialidad de él, los cien libre? Me quise retobar. Mario me fulminó con la mirada. Al rato me quise sentir mal. No me salió cuando la amenaza era no jugar más al water polo al final del entrenamiento. No hubo más remedio. Iba a tener que enfrentar a Patricio, en su ciudad, en su pileta, en su especialidad. Vos podés, la libertad, el agua tibia, el vientre del amor, todo eso me lo dijo Mario. Y ahí fui.
Cien metros son cuatro piletas cortas, como le decimos a la de veinticinco. El chapuzón cuando explota el sonido de la largada duele como cuando te ponen la antitetánica. Pero en todo el cuerpo. El aire está ahí, las antiparras sin agua, la malla en su lugar. No hay excusas. Hay que ganar. La primera pileta fue pareja. Creo que hasta di la vuelta primero. Imperceptible, pero primero. La segunda, me tocó respirar para el lado de Patricio y verlo me amedrentó. Supe que nadaría primero hacia los setenta y cinco metros. Y así fue. Entonces fue el oxígeno. Ya no respirar cada cuatro brazadas sino cada dos. No usar tanto las piernas. Porque no responden. Concentrarte en los codos, porque se elevan con más dificultad. Y esperar el milagro. Que Patricio se canse o que algún compañero me preste a su héroe mentiroso, el Capitán Hielo, para que lo congele. Cuando hundí la cabeza un poco más para ver si Patricio ya se había despegado de mí, creí en Batman. ¡Yo iba adelante! ¡Yo le podía ganar! Fue, entonces, la última vuelta. De los setenta y cinco metros a la meta. El modo de aprovechar la velocidad para nadar hacia el otro lado cuando se llega al extremo de la pileta se llama "vuelta americana". Es una especie de tumba carnero en el agua que eleva las piernas por el aire para apoyarlas en la pared del extremo. A muchos, a casi todos, nos costó aprenderla. Entra agua en la nariz, hay que saber calcular distancias, no hay que perder velocidad. Di la vuelta primero. Sentí que el calor de mi cuerpo era nada con el de mis talones. Supe que el dolor de brazos era nada con lo que quemaba en mies pies. Patricio me ganó en el sprint final como hacen los mejores. Con resto, con gallardía, con orgullo. Yo, apenas si llegué y con mis talones abiertos por el golpe que dieron en el borde de la piscina cuando calculé mal la vuelta americana. Me llevaron en camilla, vi por primera vez una ambulancia y me dolió cuando me cosieron con hilo quirúrgico.
Mario D'Andrea, unos los mejores entrenadores de natación que dio es ciudad, me miraba sentado en la camilla del dispensario. No se separó un instante. Cuando dejé de llorar (¿por el dolor de talones o de la derrota?) me dijo que Patricio había venido a verme. Sacó de su bolsillo la medalla dorada que el chico de Arroyo Seco había ganado y me la dio. Dice que es tuya, me dijo. Que nunca nadie le había ganado en la vuelta de los setenta y cinco y que te la merecés. Mi héroe fue, desde entonces, Patricio.
Tres: Patricio Huerga es uno de los mejores nadadores del país de los años ochenta. Le perdí el rastro hasta que alguien me contó que en Arroyo Seco había un grupo de jóvenes discapacitados motrices, mentales, autistas y esquizofrénicos que nadaban en el río. Le propuse a mi Jefe hacer un informe periodístico. Cuando llegué a la pileta, supe lo que sospechaba desde siempre. Patricio se abrazaba con dos chicos downs y les preguntaba "¿qué somos nosotros". Ellos gritaban: "tiburones". El muy insensato no ha echado panza como este cronista y no ha perdido el pelo. Al menos, usa anteojos. Pero sigue nadando. Comparte su tiempo con (¿treinta?, ¿Cincuenta?, ¿Cien?) hombres y mujeres con todo tipo de discapacidad a los que enseña a bracear para superar el agua y hacer mil, diez mil metros en el río. Son "los tiburones" de Arroyo Seco. Ya hicieron más de una decena de maratones en el Paraná y desde hace un par de años inauguraron el primer complejo en el país en donde nadar sea para todos: discapacitados o no.
Patricio habla poco. Pero ríe mucho. Con sus alumnos, con los padres de ellos, con su familia. Conmigo. Dice que todos somos iguales, que todos somos distintos pero que todos juntos, podemos. Me mira, mira a sus nadadores y ríe de alegría. Y entonces entiendo, hoy a sus y a mis cuarenta y cuatro años, lo que Mario decía. Nadar es lo más parecido a la libertad. Y, en este caso, a la felicidad.
Todavía te tengo que devolver la medalla, amigo. Desde siempre y por siempre, es tuya. Sin dudas.
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