Mar 10.06.2008
rosario

CONTRATAPA

Caras en la cancha

› Por Adrián Abonizio

Caras en la cancha. Así se podría denominar la película inédita, escrita en mi retina joven y jamás filmada. Porque, yo, antes de ser esto en quien me convertí, un hincha irracional, contradictorio, inestable pero esforzado en no parecerlo, fui un inocente que asistía a esa liturgia futbolera, aún antes, sobre una era geológica preliminar a que convirtieran a las canchas en un matadero de almas. Me llevaban soportando el exagerado cuidado que me propinaban: que no me acerque al alambrado, que no me pierda, que no me mezcle con la barra. Yo asentía de mal humor. Toda aquella recomendación para pusilánimes me quitaba tiempo de observación: porque iba a yo a las canchas con un destino antropológico disimulado en el fervor por una divisa. Sentado entre un mar de piernas me recuerdo mirando las caras antes que el partido. Recuerdo un gordo cuya remera no le llegaba a tapar la panza, colorado y rabioso quien, indignado por algo adverso, tiraba al piso la radio. Un flaco, con cara de rufián y de halcón, que fumaba sin tomar el cigarrillo con sus dedos, exhalando humo y moviendo el cigarrillo como una estaca solitaria paseando por sus labios. Una pareja de simios, venidos de selvas bravías orinaban, comían, todo en un rincón de la tribuna alta, caras al viento, ululando cantos de foresta. Un rubión elegante, mezclado con esa mersada seguramente a su entender, caído en desgracia con su novia al tono; otro señor esférico, picado de viruelas, sordomudo que se llevaba las manos a la cabeza cada vez que había una jugada riesgosa. Caras, gestos, autopartes de un todo, ensambles perfectos de la muchedumbre que vista de lejos es una nada, una sensación de quietud en movimiento de ebullición, olas de ropaje, olores, compactada como un cardúmen.

En esas caras estaba yo, pegado a sus párpados pero sin que nadie pudiera verme del todo, pues gozaba del privilegio de todo niño: la invisibilidad. Mi padre creía ver en mi a un apasionado del fútbol cuando le rogaba ir todos los domingos. No sabía de mi coto, de mi sebadero para peces que seguro la providencia me daba para que yo asista a mi pesca. Cuando crecí y ya no precisé autorización seguí asistiendo a mi ritual con la misma fe. Llevaba conmigo una máquina de fotos con el afán de simular y terminé fraguando un carnet de periodista para esconder mi hábito como quien tapa su fealdad con una careta demasiado llamativa, porque una cosa era cierta: con la pérdida de mi juventud e inocencia mucho se habría de notar que era un espía sacando fotos en la tribuna. Temí me echaran confundiéndome con un buchón de la dictadura: el país vivía horas dramáticas y el fútbol era el escape. Y constituía una sospecha ver a un tipo retratando a la gente en lugar de atletas. Revelé rostros, gestos, cuadros completos de los homos sapiens allí reunidos hasta saturar mi habitación de película. Un día y aún sin que la digital produjera la comodidad que representa, la cámara me abandonó y perdí todo fervor. Mis actos me resultaron idiotas, empalagosos al punto de retirar la cámara a un sitio escondido. Revelé los últimos rollos y guardé todo en cajas de cartón selladas. Algo me había pasado, algo vergonzante y temible me había alcanzado con un roce. Ignoraba que era pero me hacía mal. La radio sonaba en la galería del pensionado, gritaba un gol de la visita. Yo debía estar en la cancha pero me había olvidado de ir. Entonces sucedió aquello: entender el porqué del principio de mi tristeza y el final de mi juego. Una foto estaba caída al costado de la mesita de luz: un chico, morocho de pelo largo era llevado de los brazos y los pies alcanzado por un gas lacrimógeno. Parecía una fiera abatida camino al peladero. Era, también una cara. La que me condujo a las otras, las que había visto en los carteles de las rondas de los jueves: caras desconocidas, desaparecidas, fotografiadas por necesidad, sin arte ni alegría.

Además, en la tevé se proyectaban otras, miles de eso que denominan "Radio por teve" y que consiste en ver caras y más caras porque alguien compró los derechos, el fútbol, los jugadores, los goles pero no las caras.

Abrí una petaca y de un sorbo me tomé el contenido. Apagué el artefacto. No habría más caras pero tampoco olvido.

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