CONTRATAPA
› Por Jorge Isaias
Para Hugo y Miguel Angel Correa y Luis Mitre.
A la memoria de "Tarugo"
Cuando pienso en aquel pueblo polvoriento acosado por las heladas duras y los veranos estrafalarios, casi me parece cuento, como escribió el maestro para siempre.
El pueblo antiguo a menudo se me aparece sepia en la memoria, pero en esa humildad lejana fue siempre vivo y lleno de movimiento, de colorido, de esperanzas modestas, y fabulaciones que no excedían las manzanas del casco urbano, como quien dice.
¿Qué fue de Roque Vázquez, aquel fugaz compañerito de primaria, cuyo rostro me trató de describir Oscarcito Blanco, de impecable memoria, viviendo en España ahora, y frustrándome por eso arrimarme a la verdad que se vuelve más escurridiza y la realidad más esquiva?
Sin embargo, un niño que ya nada tiene que ver con uno recorre implacable los caminos de la memoria insuficiente, la memoria que no me cambió la realidad sino que la ahuyenta y distorsiona.
Ese niño fuimos. Ese niño dormía aterrado por las sombras y que al sol del otro día se olvidaba de todos esos miedos y salía a correr, libre, en los callejones con ese perro cuzco que permanece intacto en las retinas.
Si pienso en aquel tiempo de intereses pequeños, de intereses inmediatos pero tal vez teñidos de un sabor a gloria futura. Entonces pienso en mi barrio.
Mi barrio no sé si era el más futbolísticamente dotado de entonces, pero se cansó de proveer jugadores a los equipos del pueblo. Claro, uno optaba, o jugaba en uno y nunca en el otro, aunque hubo excepciones y hay una que tengo registrada en mi memoria, porque eran de mi barrio y con dos de ellos prácticamente me crié desde mi primitiva y desprotegida infancia, y cuando digo que yo era un desolado chico que no tenía hermanos mayores que lo defendieran no estoy faltando a la verdad sino marcando una carencia.
El caso que voy a relatar tiene nombres y apellidos concretos.
Se trata de los hermanos Correa y de los hermanos Mitre.
Dos por una familia y dos por la otra, que vistieron alternativamente la casa roja de Huracán o la albiazul de los gringos de Federación.
Entonces Hugo y Miguel Correa, Luis y Edgar Mitre cumplieron ese anómalo destino en ese entonces y en mi pueblo.
Con los Correa, en especial con Miguel, al menos virtualmente, me crié porque vivían a la vuelta de mi casa, con los Mitre tuve una relación más tardía, ya que en mi niñez, el padre, es decir, don Luis Mitre y su esposa, doña Elba Zapata, eran cuidadores del cementerio. La familia la completaba un hermanito menor, Guillermito o "El Guille" como todos lo conocían.
Cuando Doña Elba compró la pensión del gordo Aranci, a sólo tres cuadras de mi casa, la cosa cambió, por que mudados allí, Luisito y Edgar compartieron conmigo y el resto de la barra "jazminera", un sinfín de partidos y picados y aún en los "desafíos" contra otro barrio, donde el esfuerzo de los dos hermanos se notaba, ya que ambos eran muy buenos. Con un estilo distinto Luisito, el mayor, era un delantero dueño de una gambeta elegante y llena de "firulete", como decía mi viejo, esa elegancia que usaba en todo, desde la ropa hasta los gestos, el caminar y el fumar, y hasta para jugar al truco y sobre todo al billar cuando fue más grande.
En cambio, Edgar, casi de mi edad, era más reo. Podía jugar arriba, de siete tirado sobre la línea o ser un buen marcador de punta, tipo "perro de presa" como se decía entonces. Usaba un sentido del humor infatigable, que buscaba la aceptación de la carcajada o la sonrisa. Con él fuimos más compinches hacia la adolescencia en que visitábamos los bailes de los pueblos vecinos y de donde guardo algunas anécdotas risueñas que algún día contaré. Murió joven y lejos a los 35 años y en una provincia desolada del Sur más Sur, es decir en la Patagonia.
Ambos empezaron jugando en el Club Atlético Federación y luego se pasaron a los rojos del globo, es decir, Huracán.
Ambos compartían una extremada pulcritud en sus equipos de futbolistas, que llamaba la atención. Tal vez, obsesión de doña Elba, pero estaban siempre impecables con sus pantaloncitos y sus medias y sus botines brillantes y sus casacas planchaditas.
En carácter eran distintos, Luis muy reservado y Edgar un extrovertido total. El mayor era y es alto y delgado, Edgar un poco retacón, lo cual le valió el mote de "El Tarugo" como se lo recuerda hoy en el pueblo.
Ambos eran hinchas de Racing, pero ignoro a qué equipo local seguían en ese tiempo, ni siquiera sé si tuvieron una pertenencia. Ya que de grandes jugaron para ambos, pero es casi seguro que cuando se retiraron ambos militaban en las huestas huracanistas.
Con los Correa, como dije más arriba, me crié. El menor, Miguel Angel, a quien llamábamos "El Chajá" (y nunca sabré por que, ni quién le puso el mote), fue mi compañero de toda la primaria y pese a que tenía y tiene un año más que yo, esta circunstancia se dio porque él había repetido primer grado, me confesó cuando nos vimos, este año, luego de cuarenta y cinco años sin vernos ya que se mudó a Lanús, y yo a Rosario. Fue, de la pibada de entonces, con el que pasé más días juntos. Ya en la escuela, ya en la cortada de gramilla jugando interminables partidos (¡había que quitarle la pelota a esa zurda endiablada que tenía!), por la cancha de Huracán de la cual éramos vecinos. Formó junto al Toto Míguez, lo que podíamos llamar sin exagerar "el núcleo duro del Jazmín", barrio popular de entonces.
Esta última vez que nos vimos, cambiamos algunas anécdotas amables. Tiene el mismo caminar y la misma mirada triste de aquel pibe de entonces, pero todo el pelo blanco y su cuerpo, que los años engrosaron.
Su hermano Hugo, tres o cuatro años mayor que yo, está en mi recuerdo más distante y Omar, el mayor, más lejano aún, porque se fue muy joven a Buenos Aires, y sólo lo veía en las vacaciones cuando venía a visitar a la familia.
Hicieron lo mismo que los Mitre empezaron con el otro Club y luego vinieron al nuestro. Eran, como los Mitre y como casi todos los pibes de entonces, hinchas del Racing Club, pero en el pueblo, casi diría que eran huracanistas. Claro esto no se puede decir sin temeridad, porque cómo es eso que no se sabe "a ciencia cierta" de quién es hincha uno.
A mí me suena a escándalo, francamente.
Lo real es que esos cuatros chicos (y luego muchachos) que transitaron conmigo un breve pero fundamental fragmento de mi propia vida, hoy son un recuerdo afectuoso y amable.
Los veo todavía con la ilusión de ser tapa del Gráfico, como yo, en aquellos tiempos que los tiempos arrasaron.
El único que se quedó en el pueblo es Luis Mitre (Luisito para mí desde aquel tiempo y hasta hoy) a quien cruzo por las calles desoladas de mi pueblo y saludo con efusión, hasta dejarlo irse, y sin dejar de mirar ese cuerpo flaco, que mantiene aquella lejana elegancia, la misma que le permitía entrar en el área adversaria no como un jugador con el instinto del gol de siempre, sino como si fuera un eficaz bailarín que salta un campo de flores, y no los desesperados "guadañazos" de una defensa desesperada que no sabe cómo parar a este jugador que no parece émulo de Omar Sívori sino del mismísimo Fred Astaire, que veíamos en las gastadas películas del cine La Perla en los atardeceres en que silbaba el viento peinando los pastos de las afueras del pueblo.
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