Lun 14.07.2008
rosario

CONTRATAPA

Braman las sirenas

› Por Sonia Catela

Se entromete en mi taller, abre la puerta que he dejado sin llave, me caza para que oiga su discurso, sus preguntas: "¿Y ese ángel?", "Para una escenografía", atraído por equivocación, como tantos que confunden libro con fama, pintura con inmortalidad; me da vueltas, toca este trofeo, las fotos de las inauguraciones, especula qué puede sacarme, hace como que presta atención a los recortes desparramados que hablan de mis muestras, pero va a largar rápidamente un pedido, quitarme alguna tajada de éxito, es de los que creen que salir en el diario confiere existencia, se soba el colgante, un caracol limado, y de repente, despliega libros, una billetera, una foto, ocurrencia ya en mano: él me ha venido buscando, ha visto a través de la vidriera los objetos que hago; "ésta es Ana, mi hija", dice, "murió en un accidente, con apenas quince años", el tipo lloriquea y pulsa el efecto de sus palabras, lo registra como el gráfico de un terremoto, "mire, la nota que publicó el diario La Verdad sobre el choque, lea". "Ana, me parece que la he visto por algún lado" digo como para que se apoye en mi condescendencia, tome impulso y largue el paquete de una vez, "seguramente", concede. Sigue: él venía fijándose en mis obras, y nunca me encontraba en el taller para hacerme un encargo, improvisa, va moviendo piezas, tanteando.

Generalmente la gente se arrima para contarme una proeza, o pedirme que les lea poemas de sus autorías y que los llevarán a la fama; deslumbrarme, "quince años, pobrecita", insisto, y encuentra. Quiere que le pinte un ángel para la tumba de su hija, eso, muerta a los diecisiete años cuando cursaba el primer año en la Facultad de Bellas Artes, "¿quince o diecisiete?", "perdón, me pierdo", gime, larga un llantito, me fijo en la foto de la nota periodística, coincide con la imagen que lleva el tipo en su billetera, el titular que repite: "Ana, otra víctima del descontrol vial", "cómo no", concedo; "mi mujer le quedará eternamente...", "¿me va a decir las medidas, o mejor, me trae la madera? hágalo apenas pueda... no le voy a cobrar nada", pero el tipo sigue husmeando, busca otra cosa, algo más que no alcanzo a discernir. Hasta que se despache lo siento frente a una pila de libros de maestros antiguos para que elija el ángel, pero él: "ah, no, eso corre por su cuenta", desencantado, como si la señal que espera no se concretara. "Oiga", se enoja, "lo mejor va a ser que vea el sepulcro, usted tiene que ver la lápida; decida usted qué es lo que más conviene". ¿Visitar la sepultura? Debería echarlo.

Caminamos entre piedras y esculturas grises, amohosadas. Me planta delante de un túmulo con una cruz de hierro forjado. "¿Entiende?" dice. Es como si algo me apartara hacia atrás al leer el nombre escrito. "¿Ahora entiende?", "¿Qué tengo que entender?"

Su voz se vuelve urgente: "La mina, pobre, sí que está jodida", dice, y sigue: "¿La acomodaste bien?, qué accidente de mierda". Un vehículo da marcha atrás, y me hallo en ese vehículo, en esta camilla; el tipo pone a ulular las sirenas de la ambulancia y se palpa el caracol colgante que se ha venido tocando desde que entró a mi taller, y son sólo la rajas de sirena y entonces no hay taller, ni ángel ni visita, sólo esta camilla, esta ambulancia estridente, llevándome hacia una noticia en policiales.

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