CONTRATAPA
› Por Adrian Abonizio
Yo fui arquero. El denostado, el inapreciado, el maleficio inexplicable de una estirpe de delanteros. Papá -el padre que había elegido mi madre, por caso, no el que se murió- con su escolástica tan edificante como alentadora le comentaba, mientras descabezaba el pollo, sabiendo que yo oiría. -"Todavía no me explico cómo a este boludo se le dio por el arco... hasta de cuatro lo bancaba, pero ¡de ahí!...". Y en el de "ahí" empezaba el mundo infecto de los fracasados, los débiles, los mariquitas. Mundo donde yo parecía haber fondeado sin proponérmelo: amaba los tres palos. Tres palos. La carta ciega de los bastos cruzados, el olor a naipe que nos hacía entrar a la adultez, la cantina del club, el olor a lejanos orines asentados y cerveza, aroma de tabaco que se iba acumulando en las paredes, el bronco perfume de ser hombre. Nadie a la vista en la altura del mirador. Y yo en el centro, alerta en el área, pudiendo pensar, abarcar el futuro mundo sin mover músculo alguno. Abstracción sin distracción. Nadie que te hablara, nadie cerca, salvo en los amontonamientos, todos mirando la jugada, mientras que yo espiaba la otra, a la que nadie llegaba, porque ninguno la estaba esperando. Por ello ganaba: por mi fe y anticipación. Cuando todos creían que la valla caía, aparecía yo, con esos centésimos a favor. Me hice de los buenos. Pero papá aún ni quería verme. Entré en la cuarta. Llegué a primera. En los puestos de la feria se hablaba de mí con deferencia y lo saludaban con aprobados gestos de buen augurio. El apenas movía la cabeza, como si en vez de saludarlo lo estuvieran ofendiendo. Traía los pollos aún en el Rastrojero. Yo llegaba a comer a su casa para verla a mamá con el Mustang. Usado pero un coche de verdad. En quince días se jugaba un partido importante, tanto, que no lo voy a traer aquí. Se darán cuenta solos. La distancia será mi protección. No tengo miedo ni vergüenza: los hombres se hacen con el desprecio propio y la admiración ajena. Son como espadas que necesitan la buena forja y luego el sofocón doloroso que nos hace pasar del estado ígneo al concreto, sumergidos en un agua helada. Ahora que estoy geográficamente lejos, entonces, he de hablar. Mi papá era fanático de la divisa contraria. Se jugaban el descenso. Yo podía propiciarlo. También podría evitarlo conteniendo con las manos flojas. El jamás me hubiera pedido ir para atrás, más por orgullo que por ética, pero en el fondo quería que perdiéramos, que me insultaran, que cayera abominado por una profesión que nunca consintió. Y de paso pegar dos tiros juntos. No ser derrotado; ser feliz en el mismo instante en que yo me fuera hondo, abajo en mi naufragio, sospechado de algo. El diablo mentor de astucias, de dolor, de turbias encrucijadas me habló: decidí jugar mal, tener la famosa tarde de perros, dejarme golear. Luego, una vez que mi apellido -que era el suyo al adoptarme- cayera como roña por el piso, escupido en su mala cara, símbolo de traición y deshonra; yo mismo habría de desaparecer. Pensé como todos imaginarían la escena: la noche antes del cotejo el padre le habla al hijo, el hijo accede a la ignominia. Un cuadro de luces oscuras, la bellaquería familiar, felonía, deshonra. Con su dolor que lo arrastraría hasta el final por dejar de ser querido me bastaba. Que en la feria le griten vendido o traidor como tu hijo. Eso quería. La humillación y mi adiós. Mi fracaso y su confirmación. ¿Porque? ¿Qué hacer cuando un padre no te quiere? Producirle daño. Humillación pagando con la propia. El padre de un infame. El peor triunfo expuesto como una herida llena de moscas a cambio. El no lo soportaría: era cruel pero no boludo. Entendería la parábola, mi riesgo encapsulado por el sacrificio, despedida y muerte. Sería la suya. Una mala tarde se redime en tierras lejanas. Ya tenía arreglado en secreto lo de Grecia. Salimos a la cancha. El primer disparo me vino encima, con el sol en los ojos, tanto que solo alcancé a cubrirme y despejar una pelota que vino a dar en los pies del 8 nuestro quien inició un contragolpe peligrosísimo. La otra, casi al instante me rebotó en el pecho, cuando podría haber puesto las manos pero cayó mansita para mi despeje. En el penal me tiré anunciando donde lo haría y allí fue la pelota a empollarse entre mis brazos. Quien no estuvo loco no entendería: yo quería morir, ser arriado en el circo como los toros muertos y recibía por premio claveles. Saqué imposibles sólo con estarme muy quieto y sobre el final pitaron la pena máxima para nosotros. Pedí patearla. Nadie se me hubiese negado en aquella tarde que todo se me estaba regalando favorable. Y ahí fue el tiro: un tirito inepto, a rastrón, miserable que entró mansito por el medio rebotando en unas matas de pastos por dos veces incluso, pero porfiado en trasponer la línea. El tiro del final. Mi colega estaba echado en un palo, desairado por un amague que solo él creyó ver. La tribuna bramó y por vez primera corearon mi nombre. Mandábamos al descenso al odiado rival. "!Hijos nuestros!", gritaban. Abrí los brazos y se terminó el partido.A la semana salimos campeones.
Esta es mi crónica, la de un cobarde. El relato de un falso traidor o un falso héroe. La postal arraigada que va a quedar de esa tarde insólita: trabajar para el escarnio y ser historiado como un semidios.
Fue así, es bueno confesarse, amigos queridos, papá de mis desamores. Nunca me quisiste y sin embargo mirá que lejos volé, sacando al corner la pelota más envenenada: crecer sin amor.
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