CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Las culonas, soñadoras sin remedio, al sentirse oprimidas por la gruesa trama de los días, examinan con dolor los objetos que les han enseñado a utilizar: agujas de coser, microondas, pushups, celulares, plumeros, pendrives. Todo lo han aprendido para aliarse con el porvenir y aprovechar las oportunidades (lo que otros llaman oportunidades) de convertirse en miembros no molestos (mujeriles) de la sociedad.
Hasta el momento en que miran con dolor los objetos que las rodean, las culonas han sido profundamente modestas: no enumeran todos los cuentos que han leído, ni los hombres que han amado. Ni siquiera confiesan que han aprendido arrojar las piedras blancas como si fueran negras.
Las decepciones se acumulan a medida que van cediendo el terreno que antes añoraban conquistar. Hasta que llega la hora en que las culonas sienten que se han convertido en seres incapaces de estar a la altura de su esperanza. Y ello es así por cuanto se han entregado, en cuerpo y alma, al imperio de una necesidad práctica que no deja espacio para el propio anhelo. Ahogadas por un vaho de penumbras, sienten que sus actos carecen de altura y sus ideas, de profundidad. Enceguecidas porque sus experiencias las liguen a una multitud de experiencias parecidas, comprenden, luego, que han relegado el placer de crear su irrepetible circunstancia.
Tan sólo los sueños les permiten volver a ser y esto mitiga un poco su terrible condena. Porque frente a tantas dificultades que han heredado, reconocen que no hay poder ni amenaza que pueda quitarles la irreprimible capacidad soñante. Saben, que la dicha poco tiene que ver con el grosero concepto de felicidad. Y saben que el soñar nunca tiene una medida perniciosa, porque en pos de un sueño siempre es heroico errar.
En sus momentos de lucidez, ven que el orgullo monstruoso de las mujeres modélicas está bordado con esmeradas puntillas sobre una sublime frustración. La conveniente escuela bienhechora alienta la habilidad desgraciada y promulga que es incompatible con la virtud, la revisión de los pliegues, la exploración del gladiolo, la búsqueda de sombras, el descongelamiento de imágenes escarchadas.
Pero el modelo sólo les ofrece una superposición de fotos de catálogo, de las que la conveniente escuela bienhechora se sirve sin limitación alguna. A las culonas, este atracón de conveniencias las hace vomitar una constelación de ideas profanas.
Afortunadamente, la continuidad de la vida les ofrece altibajos tan contrastados, que sus momentos de debilidad y tristeza promueven instancias de mayor lucidez, de mayores sueños, de mayor originalidad.
Los modelos ejemplares, confinados en una jaula, en cuyo interior dan vueltas sobre sí mismos, prefieren el mareo eterno de la nada. Por miedo a perder sus anillos y mancillar la tabla rasa, no se atreven a salir, a tropezar, a erguirse y recomenzar.
Pero llega la hora en que las culonas, con el ojo puesto en el atrás de las cosas, perciben atónitas, que por el empeño de formar parte del séquito de princesas de la jaula inmaculada, se han llegado a desterrar del reino de sus sueños. Y como logro sólo poseen una diadema que les aprieta la cabeza y las llena de moho.
Desde el instante del nacimiento de una culona hasta el instante de su muerte, la suma total de sueños da una cifra incomparable. Y esta súper gestación constelada se debe a que cuando mira cada vez con más tristeza los objetos que la rodean y que ha aprendido a utilizar, se activa en su cerebro una batería de razonamientos lúdicos, un sin número de conceptos maravillados y una escala infinita de matices que la protegen de los simétricos rebaños donde la obligan a rumiar.
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