CONTRATAPA
› Por Paul Citraro
Cierra rápido la puerta, en pleno estado de shock y violencia. Es el gordo y viene acompañado por un séquito de ritmos entumecidos todavía resonantes del Cabaret Voltaire. La escena representa sin dudas, un muestrario de lo que significa la decisión humana caminando al borde de la cornisa. Nada más alejado de ser Moby Dick, una ballena a tránsito lento; tibio en el Ecuador y frío en los polos. Esto, es otra cosa, un modo polisémico de ser el nuevo prospecto de cómo seguir y seguir sin margen de error las instrucciones para convertirse en el abanderado de las posibles formas y rituales que contempla la autoeliminación humana. Por ahora, sólo habita en un pequeño rincón de su cabeza la entramada sospecha de pertenecer al linaje biológico de su tan admirado y odiado Cravan.
Y rezar en otra lengua para que Tristán Tzara le arrime la palabra justa que justifique continuar sobreviviendo a Dios. Pretende sin detenimiento alguno ser Melville en medio de ese interrogante, antes de colgar el cable de plancha que dejará sin aire finalmente a la bestia. Un cable viejo por un arpón. Son las reglas de una lenta madrugada pueblerina. Tiene miedo, intuye el final cerca, se babea. Los ojos ciegos y las pupilas desorientadas en medio de la neblina lo aterran, y de pensarse eternamente solo, el corazón le bombea una corrida salvaje. Tiene taquicardia, sufre, llora y maldice lo inevitable. Pero sigue. Sigue sin parar y reparar en el rastro de esa obsesión ideológica que el dadaísmo, se encarga siempre de convertir en carne podrida. Siente bajo la suela de los borceguíes el corazón propio, el molde hereditario de una inconsciencia seminal que se le metió por algún lado y no sabe cómo desterrarla de las cercanías del pensamiento de Jacquetas Vaché, Arthur Cravan y Jacques Rigaut. Esos mismos que habían convertido hace más de medio siglo a la muerte en un bonito y pronunciado acto vanguardista. Esa misma supuesta crisis existencial protagonista definitiva tiempo atrás, habitaría cada centímetro de la humanidad de boxeador medio pesado en el cuerpo de quien todo el mundo, o casi todos conocían como "Chopir" o simplemente, "el gordo". Y ahora ese todo, tiende a ser más claro, estamos hablando de la crisis de la edad madura con el correspondiente cuestionamiento de la vida como obra definitiva de la muerte. De Nicanor Parra y el shock violento de los Antipoemas ensamblados con un ayuntamiento de una voz tan cavernosa como frágil. Era la excusa perfecta para prescindir de la conciencia pública y sus miradas al respecto, tan atónitas como moralizantes que el gordo lucía en el buen vestir por elegancia. Conocía de nombre apenas a los grandes escritores rusos que dieron lo que Kierkegaard llamaría "el salto de la fe" a una religión ortodoxa. Pero no era así, faltaba más. La nueva biblia de bolsillo para él, estaba escrita en neón chileno y alumbraría las palabras en la interpretación de cada metáfora. Por ahora no hay más que ruinas abandonadas como paisaje, algunos petates sin valor y el señalador con anotaciones y correcciones en un verso que coincide como si fuera escrito con el prepucio de su alma; Fattuo como el cisne/Frío como un riel/Gordo como un pavo/Feo como usted.
No soy yo, no sos vos, es "Don Nicanor", un viejo descarriado que reemplaza la sintaxis poética por lascivia decadente. Shileno el tipo. Y eso me gusta.
-Mucho, mucho bruñe el gordo.
Así como Yeats o Lawrence habían inventado sus pseudorreligiones, el gordo tenía la propia, el dadaísmo. Era un método de supervivencia, el madero al cual se aferra uno en medio de un naufragio. Por lo demás, cualesquiera fueran los ritos o los hábitos cotidianos de los artistas de su estirpe, los actos de fe en lo políticamente incorrecto comenzaron a ser cada vez más importante en esa parte integral de su obra. Todos los emprendimientos teatrales que lo referenciaban se acercaban de forma inmediata a pensar ¿qué me importa que Dios exista?, si no puedo vivir para siempre. Pero si Dios no existe, tampoco cambia la forma de la muerte elegida. Deja de ser una presencia de características humanas o mejor, sobrehumanas, para convertirse en una alimaña mental, oscura, siniestra. Pero muy seductora. No es el esqueleto de ningún caballero medieval, ni el amante fatal de los románticos surrealistas. Incluso, por unos minutos, deja de ser el espíritu moribundo de otro mundo. Es el final elegido. El momento de la gran revelación, que de tanto esperar, se ha presentado para explicar finalmente el todo. Un final breve y chato. Glog... pronuncia el grito seco. La maquinaria suicida se ha detenido. El corazón ya no baila de madrugada con la naif música de Miguel Abuelo, el cuerpo rígido se rompe, se corrompe, y la vida sigue en otra parte. El día cero acaba de empezar y parece no terminar nunca, como Tolstoi, es un buen punto para indignarse por este sin sentido de la existencia que nos ha tocado. Esa mueca graciosa que dice o se tienta en pronunciar que no hay más que vida dentro de la vida misma. En el mejor de los casos, un frasco de caramelos. Por eso, en el suicidio, como una letra faltante de la desesperación, podría estar subyacente una visión radical del mundo. Una realidad en sí misma que la actitud Dadá impedía reconocer bajo el signo de la verdad. Evidentemente, el gordo había hecho su mayor gesto de vanguardia.
(Párrafo de la novela aun no editada, "El Gordo, un pin dadaísta").
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