CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Me guió la devoción. Con piadosos instintos reverenciales, cuando tomé la urna en mis manos, creí que caería fulminado por su peso, peso que derivaba no del kilaje de su carga, sino de su significado. Y nos acomodamos en cortejo solemne para custodiarla. Adelante, los caballos del carruaje piafando. En los flancos, cuatro mozos de temperamento contradictorio en cuanto a lo que se iba a hacer. Para mis compañeros, un trámite. Para mí, chance de examinar y romper un tabú. Ellos, imbuidos de prisa y abocados a sus apetitos masticatorios de rajas de pan y embutidos. Yo, tanteando una oportunidad.
Apoyamos la urna en un nido de paja y el metal refractó sangre o luz que parecía sangre. Yo hubiera tragado tierra recuerdo esencia lo que fuere que escondía. Pero la caja, herméticamente sellada como bien pude probar, al sacudirla ligeramente como se sacude el miembro al acabar de orinar, se negó a develarse. Aunque ofrecía una sensación de lo impalpable, como si el contenido fuera un alma, porque un (su) alma podía estar allí o al menos haberse posado o arrastrado por el interior.
Hasta ese momento mi propósito no había pataleado su descaro. Sólo sobresaltos de curiosidad y reverencia. Pero, mientras los caballos mascaban forraje y meaban caminando con lentitud y los cuatro guardas trataban de acertar con hollejos de carne el escote de algunas muchachas que marchaban a la par, y traqueteábamos entre los fisgones, cada vez se me hacía más poderoso el contraste entre las filas de sobacos sudorosos, las barbas táctiles con el contenido de la urna donde podía estar posada un alma, y entre las varas y los vahos de orín se me descolgó el deseo, como un loco que aparece desnudo en la multitud de una feria. Un deseo que no se repitió en mi vida aunque dispuesto anduve yo a todo en cuanto a ganas, de hembra a jamón, de fama a inmortalidad. "Aterrizá", "despertá", mis compañeros exigieron que me despabilara; me había quedado prendido a la urna mientras el mundo corría, los caballos relinchaban, el territorio sensorial se apoderaba de las bocas y sexos de mi escolta, el sol rajaba la neblina y depositaba sangre sobre la metálica cáscara del arca. "Podrás", me tentaba el alma guarecida en la urna, "tendrás tu ocasión". Los caballos traquetearon por una calleja salpimentada con gordezuelas que meneaban sus apuros por perder su casta condición lo más pronto posible, y el cortejo se intercambió bromas mientras en mí el momento de consumar mi deseo se volvía lento como un río de barro, atorado entre los cuatro rufianes y sus manos que corrían tras las jóvenes, quienes enrojecían apartándose y regresando y mostrando cada vez un poco más de pecho. Ya oscuro llegamos a la posta y no había modo de liberarme de los cuatro fastidiosos que charlaban de cada pozo bache senda árbol perro del viaje, lunar vello culo de las mujeres y de los lances amatorios y de los patronos y la infancia las pulgas. Proseguirían parloteando mientras hubiera algo para tragar y masticar y no se acababan de una vez el vino, el cerdo de los que yo disputaba vasos y presas no por voracidad sino por impaciencia. Finalmente, los cuatro cayeron ebrios y pude soltar el deseo, que tapaba el cuarto o el cielo. Marché hacia la caja, la tomé, escruté las cercanías, controlé la respiración contenida en la urna.
Y la abrí.
Meto mano remuevo el polvo que dicen sagrado, porque es aquello en que se ha transformado Domingo; levanto el talco y toco algunas cosas duras. Huesos. Hay cuatro piezas óseas. El cráneo. Una tibia. Dos costillas. Los extraigo de a uno y los despliego sobre la paja. Les huelo el carácter de santidad. Mis compañeros roncan y nadie en el mundo tiene derecho a Domingo santo, salvo mi puño. Me otorgo la prerrogativa de escuchar la ceniza en la que busco un alma. Apoyo sobre ella la excitación de mi oreja. Lanzo un canto a todo pulmón: si a alguno de los cuatro canallas lo atraen mis aleluyas, cualquier desenlace sucederá. Tanto grito logra que Perico se asome con su panzota y restregándose los bajos, escrute, calibre los huesos, y diga dejá de joder con ese alboroto; mirá, le enseño, metételos en la raya, replica con el malhumor de la resaca, tantea la botella de vino y reniega ante el puro vidrio seco, se marcha dejándome librado a mi mal arbitrio.
Amontono polvo y huesos y los vuelvo a su sitio, menos uno; cierro la urna y todo queda como debía, menos uno. Y me echo a dormir y me tapo. La costilla de Domingo junto a mi pecho.
Me quedo con la cinta ósea, dura. La custodio. La expongo al secreto de mi deseo. Dejo mi labor y vuelvo y palpo el hueso blanco del santo, al que fatigo con las demandas perentorias de un secreto: el mío.
¿Qué te pica, Guillermo? desconfía el abad y manda que espíen tanta ida y venida sospechando placeres onanistas, o charlas con el tentador. Sosiego mi deseo y lo meto en camisa.
La costilla es pálida, dura, pesa como una mano poco carnosa, su superficie pulida, inmóvil, inescrutable, impermeable a mi fiebre. Le hablo entre las sombras nocturnas pero no contesta. Le derramo mi deseo, mía, apropiada, sagrada. Destruyo el secreto, lo pongo frente a mí.
Dado que el abad puede ordenar el allanamiento de mi celda, varío el depósito del objeto sumo: lo escondo en el altar, en un lugar al que sólo accede un escultor que remodela pilares y columnas. Yo.
Puedo destruir la costilla con este cincel. Se lo clavo en un extremo. Se convierte en harina, en vejamen. No se me devuelven venganzas ni castigos sobre mi ofensa. Tiemblo, vuelvo todo a la cajita de cemento. Cuando el abad me da una tregua, regreso a Domingo conmigo, cerca, aquí en el camastro.
Costilla muda, opaca, atestiguadora. La observo veinticuatro horas seguidas. Sé que cuando quito la mirada de ella, resplandece. Que se mueve. Por eso no le quito de encima la vista. Quiero domar el alma.
No me descubren, pero, a puerta de celda abierta, me observan. Entre espionajes, termino de alzar las columnas del templo, contemplo la cúpula acabada. Llevo la costilla a cuestas. El hueso de Domingo está en mí. Pero me matará. Me está matando.
Cuando llame al abad por mi extremaunción, y el abad se yerga como si lo hubiera mordido al oír lo que confieso, y observe el hueso hurtado y se retraiga al suplicarle que me absuelva, me prenderé a su manga "¿No me entiende? ¿no puede entender? Poseo un territorio de Dios. Se lo disputo. Y me solazo en ello", sus ojos horrorizados.
Hasta que la celda se encierra en un círculo y empiece a distanciarse: el abad, Domingo, los muebles se achican y achican, y aunque yo tienda la mano para recuperar lo que no debí ceder, mis dedos no alcanzan a trasponer el espacio que me aparta, vertiginosamente, empujándome hacia atrás, empequeñeciendo el cuarto hasta volverlo una esferita, un punto, nada.
*Guillermo de Pisa. Por su admiración a Santo Domingo entró en la orden a los 19 años. Acompañando el traslado de las reliquias del santo, se guardó una costilla. Lo confesó cuando se hallaba moribundo.
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