CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Cuando el apetito voraz la llevó a devorar cerdo, pollo, conejo, perdiz, iguana y cuanto animal cayera en sus cacerolas; cuando el olfato se agudizó hasta percibir a la distancia el olor de lo femenino y lo masculino; cuando notó que las pupilas se le dilataban tanto ante un hombre como ante una mujer hermosa, comenzó a prestar atención a su conducta.
Con dos o tres baños diarios de inmersión en agua fría, procuró bajar la temperatura del cuerpo. Cuando las sales bullían como si ella fuera un termostato en la bañera, la vaciaba y repetía el procedimiento las veces que fueran necesarias.
A pesar de los intentos de sofocación, tuvo que admitir que desde el primer día de casada, el compromiso de ser de goce privativo del esposo, le había sembrado una pequeña raíz de hastío que se empecinaba en ignorar. La fanfarria de aquella noche de vestido excesivo, alegría programada y comentarios acordes a la tediosa eternidad, la hizo sentir como si esa fuera la última fiesta de los condenados. Pero con abnegación mantuvo su compromiso de fidelidad evitando contactos, desviando miradas, tomando distancia.
Esa entrega exclusiva y excluyente le fue diezmando el deseo. Ya conocía tan de memoria aquella piel, aquellos recorridos y vaivenes, que perdió interés en ese cuerpo que no se diferenciaba del propio.
Por el bien del esposo consultó revistas femeninas que indicaban con tino que la pareja debía explorar otros estímulos, otros escenarios, otras coreografías. Sin embargo, tuvo que admitir que por encima de un cambio de posición ella necesitaba un cambio de individuo. Pero no podía desperdiciar, así como así, tantos años de abnegación, de sacrificio y entrega.
Para eludir la lujuriosa verdad, tomó clases de gimnasia tres veces por semana. Buscó aquietar la efervescencia del cuerpo con rutinas en ocho tiempos, con flexiones cortas y largas, con ejercicios abdominales intensivos. Logró aductores rígidos, glúteos firmes, vientre contraído pero en vez de extenuarse, fue aumentando su vigor físico. La ligera vestimenta de sus compañeras, el torso semidesnudo de los hombres y la música energizante, multiplicaron el apetito y las palpitaciones.
Entonces inició cursos de bonsai, de pintura sobre tela, de deshilado en bastidor, de primeros auxilios, crochet, educación vial, esperanto, control mental y cocina vegetariana. En esta última actividad depositó toda su esperanza. Debía desterrar la carne. Los vapores del coliflor y los aromas del berro habrían de sosegar el ímpetu de la sangre. La leche de soja, si lograba ingerirla, apaciguaría el furor.
Sostuvo la dieta con disciplina tibetana. Con el paso de las semanas, se tornó blanca y fresca como una hoja de endibia. Las venas acentuaron el color verdoso y su andar fue languideciendo. El viento la hacía oscilar como una espiga. El cabello floreció en las puntas y fueron inútiles los tratamientos capilares. Las pestañas, las cejas y el vello púbico adquirieron la textura del pasto. Su aliento olía a yuyo, su cuerpo era un ßrbol. Pasaba horas sentada en el jardín con los pies en remojo y se dejaba rondar sin fastidio por hormigas, pájaros y arañas.
Hasta que el marido advirtió una hipotermia alarmante. El esposo insistió en consultar un médico pero ella se negaba. Cuando ya no tuvo fuerzas para oponerse fue sometida a inyecciones de hierro, complejos vitamínicos, suplementos dietarios.
Día a día sus axilas fueron dejando de oler a brócoli y los dedos perdieron el aspecto filamentoso, para ir recuperando su peligroso aspecto de conformación humana. El sexo, que al contacto con los dedos del esposo, ahora se abría como un alcaucil hervido sin sal y sin limón, fue recuperando la antigua firmeza y el color. Como era previsible, poco a poco el ardor recobró su poderío en cada rincón del cuerpo. La recuperación fue admirable. Así, se le hizo firme la mirada, fácil el contacto, corta la distancia...
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