CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
No podría ser el amor de mi vida, tan blanquito, tan de zapatillas de marca, tan peinadito a la geometría, pero opone argumentos de apretujones inseminantes y cercados, y despide un: "claro que soy y seré tu hombre para siempre", hipótesis que demuestra con las armas del cuerpo, y yo pruebo y hasta me lo creo por un rato o unos días, pero mientras ejerce su hobby de dentista en sus horas libres y me pasa a buscar por el trabajo, tan de tennis, tan de raqueta e indumentaria ajustada a cada hora según un cronómetro de civilización o barbarie, regresa la insidiosa "¿cómo podría ser el amor de mi vida?"; entre empujones Marcelo fija una fecha de nupcias, "aunque, Paula, si no querés papeles de entrada, no te preocupés, acepto bajo protesta porque me gustaría formalizar, con vos nada de cosas raras", la legalidad convencional en persona, "¿podría ser él...?" me coloca un anillo que no me quito por el momento, "¿pero qué más pretendés de alguien, Paula? no hay quien te quiera más que yo" y la alianza va quedando, quedando mientras me lleva a recorrer la casa que ha comprado para cuando me decida, tan de tejas brillosas y estilo sureño de Lo que el viento se llevó como manda la arquitectura de las revistas de decoración para nuevos adinerados, mayo pasa, él se aparece en mi casa paterna un domingo, con flores y demás condimentos de "candidato a formalizar", tan de "buenastardesnochesdía me presento, señor, Marcelo Echeveste, encantado" pero la ternura abundante de sus gestos sobreactuados se acumula sobre mis objeciones, y Marcelo se aviene a dejarse desabrochada la camisa hasta el tercer botón, a revisar sus lecturas y a comentar la película de Kieslowski que acabamos de ver, aunque el filme pertenezca a un orden inexplicable y por lo tanto inexistente para él, y mi: "¿cómo podría ser él...?" viene pudiendo y Marcelo quiere niños, pronto, y "engendrarlos con vos", tan de padre prolijo, monógamo y tranquilizador; las visitas de nuestros padres se suceden, hay almuerzos los domingos, se alternan las casas para los asados o la celebración de alguna fiesta, y empezamos a amoblar el chalet de serie televisiva yanqui, "decorala a tu gusto, Paula", "nada de plástico", "vos sabés que me gustan las maderas, los objetos antiguos", de acuerdo, hoy suena el teléfono, tres de la madrugada, "la necesitamos, doctora", "¿ahora?", "sí, venga lo más rápido que pueda. Vea..." me ahogan con sus explicaciones; me visto a las apuradas y alzo mis herramientas de trabajo, a disgusto, por la hora, por el cometido, porque no hay otro con mi oficio en esta ciudad semirural, Marcelo, en primera línea, tan de bandera celestita que ondea en la caja de su flamante tractor, como los otros, tan de botas y campera de cuero, tan de cuatro por cuatro lustrosas recién salidas de la concesionaria, "aquí, adelantate, dale" se planta con su mástil y me indica el sitio a su lado, en el centro de la ruta cortada, "no tengas miedo" un arco de gente sobre la 34, grupito que matea, juega con las linternas y se adelanta, compacto, frente al camión que se acerca, el grupo encara y enarbola sus carteles con sus consignas "le damos de comer a la gente" y desenrollan las quinientas hectáreas sembradas, o las mil donde pastan las vacas, poniéndolas desplegadas, banderas que flamean los verdaderos colores del país, "¿gustás?" convidándome Marcelo con el mate incrustado en plata, convocándome porque soy la única obligada a hacer lo que no quiero hacer, "¿un banquito para la doctora?" bromea, "¿quiere sentarse, doctora?", descontando todos que, porque me pagarán, consiento; que, como soy la "novia" consiento, "hasta cuándo van a quedarse aquí", eludo, instalándome en la banquina, lejos del bloque decidido que detiene al camión, "ruta cortada por el campo", dicen, aunque el camionero ya lo sepa y agarre un fierro y baje y amenace porque tiene que pasar y le importa un carajo el precio de los cereales, qué tiene que ver él con las oleaginosas, y Marcelo empuña una escopeta con la que mata perdices, el primero que la hace ver aunque la mantenga pegada al cuerpo, como los otros, portación legalmente autorizada y pese a que no va a disparar le gustaría hacerlo, podría hacerlo si el camionero se abalanzara a los gritos de que nadie que no sea la policía va a impedirle el libre tránsito, y suenan tiros al aire o a las cubiertas del camión, y alguien al que distingo mal por la poca luz, garrotea al camionero pero otros lo detienen y escucho: "pará, Marcelo, pará", y quizá pare. Estoy en este sitio para levantar actas de escribanía de las agresiones o atropellamientos que puedan sufrir los productores que protestan, alzan banderas, muestran el moretón que les propinó el camionero al resistirse, anote doctora, "pero ¿se va? como escribana pública usted tiene obligación de..."; empuño el volante, trabo las puertas del auto por precaución y me pregunto por última vez ¿cómo podría ser el amor de mi vida? tan lustradito, de lenguaje deshidratado y puesto en remojo, tan de meter la bandera con la plata en el mismo bolsillo, la misma cosa, si es que a alguien le interesa la bandera, y con certeza a él tampoco, pero cómo alardea lo contrario. La respuesta definitiva se dibuja sobre la neblina que empaña el parabrisas y que la cara de Marcelo borra, exigiéndome que baje; acelero, aviso de que seguiré camino; él salta a un costado; las cubiertas de mi auto pisotean sus gritos, los quiebran en mil pedazos, trituran las quejas con las que él sigue reclamándome. Hago un bollo con los recortes de nuestra historia, lo arrojo por la ventanilla. Tomo aire.
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