CONTRATAPA
› Por Miguel Angel Mori
1- Estoy absolutamente seguro de pura verdad indiscutible que mi vida es algo irrepetible. La sensación, la emoción y el deseo de estar vivo son algo tan maravilloso, lleno de significados, que la razón no alcanza a comprender. Y, en verdad, lo que no se comprende es que no estemos maravillados a cada día, a cada hora, a cada segundo de lo que nos está pasando.
Alguien diría, la costumbre. Sí, la costumbre de estar vivos no nos hace sentir que vivimos y debemos haber tenido que estar al borde de la muerte para finalmente despertar. Tal vez al mismo Borges le haya pasado otro tanto cuando resucitó narrador después de su accidente.
Experiencia análoga tienen los que por cualquier motivo han estado presos. Allí el mundo se achica de tal manera, la vida se empobrece tanto que al salir sucede como si un golpe de luz enceguecedora o un ramalazo del viento los despertara.
Pero no es lo mismo que haber estado al borde la muerte. Apreciar la respiración que nunca falla, al corazón que trabaja día y noche, a esas pequeñas venitas del cerebro que de milagro no se rompen, en fin, a las entrañas, a las defensas siempre alertas, al lento y constante renovarse de los tejidos, a la creación microscópica que nunca falla que siempre nos da piel donde se necesita piel, que siempre nos da hueso donde había hueso, que siempre nos da hígado donde se necesita hígado, corazón o páncreas o pulmón, en un incesante acontecer de ser lo mismo, día y noche, noche y día, mientras nosotros estamos distraídos, aburridos, o nos quejamos de la mala suerte, o hacemos proyectos desmesurados, o nos comemos todo y nos exponemos a todo. ¿No es maravilloso que eso suceda? Que si tenemos un corte en la piel ella se sane sola, sin ir por el albañil, el mecánico o el plomero como si fuera una hidra mitológica que al cortarle una cabeza le nacieran tres.
2- Esta experiencia es única y nos damos cuenta porque somos uno.
Sé que en cualquier momento la muerte podrá venir a pedirme cuentas. Lo sé desde los quince años cuando a una vecina que vivía enfrente de mi casa le sucedió. Allí tome plena conciencia de la cuenta regresiva. Hasta allí era un fatuo infinito perfecto para dormir la siesta o para gastarlo en los interminables partidos de metegol que jugaba en un club de a la vuelta de mi casa.
Creo además que ese final se tiene de alguna manera presente para organizar nuestra vida. Qué vas a hacer de ella es una pregunta corriente de un padre a un hijo, o también, porque no, de una amante apurada.
Y las respuestas más abarcativas que he escuchado son dos. Disfrutarla, ¿Carpe diem?, o no malgastarla en cosas inútiles, sacarle su provecho. ¿Hedonista la primera y penitente la segunda? Sin embargo, las dos tienen en cuenta que el tiempo dado se acaba y por más que el común de la gente no quiera hablar de eso como si fuera un tabú, en la vida práctica, en su futuro, si escarbamos un poco, la tiene en cuenta. Aquella persona que hace cálculos de estudios, tantos años para recibirse, tantos otros para consolidar una profesión, familia, hijos, pone todo en un tiempo, en un calendario, como si fuera una plataforma invisible de la que no quisiera saber el final.
Y el otro que no quiere desaprovechar el día, el momento, se fume un porro, ande detrás de todas las polleras, en medio de las fiestas y las borracheras de nunca acabar, también quiere exprimir el día como si fuera un ladrillo hueco para sacarle hasta la última gota de vida. Las dos respuestas se influencian por lo mismo. La vida es corta.
Y hasta las decisiones de un joven de seguir una carrera u otra están influidas por lo mismo, digo más, cualquier elección, trabajo, matrimonio, casa, ciudad, ya que significa tomar un camino y desechar el otro está determinado por esto. Ya que si la vida fuera eterna tendríamos tiempo de seguir una carrera universitaria y después otra y otra; y casarnos una vez y después otra, e irnos a vivir a todo el mundo al lugar que fuere en la seguridad de que no se nos acabaría el tiempo. O mejor aún, postergaríamos eternamente nuestras decisiones.
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