CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Yo se lo expliqué bien: la ausencia es el primer lugar del discurso. El hizo un gesto vago, como si me hubiera entendido remotamente. Y esa mueca de los labios estirados hacia abajo, me llenó de esperanzas. Entrenamos tan poco la destreza de los labios...
Me puse la blusa nueva y nos subimos al auto para ir a buscar el premio. Entre mis cosas llevaba "Cerrado por melancolía", como si fuera un documento probatorio. Semejante título contrarrestaba la irresponsable lubricidad de mi obra, que por supuesto no existía, porque mientras uno no es un autor, esos textos aislados, camuflados bajo ocultos seudónimos, no son nada más que papeles fantasmas. Yo llevaba el libro escondido para no tener que dar explicaciones que sabía iban a resultar insuficientes. En el jurado estaba Blaisten y si bien ni pensaba pedir su firma porque ésta era un dato filiatorio sin valor, ya que cualquier otro sujeto habría podido escribir "Cerrado por..", según el fanatismo conceptual de mi profesor de semiótica, yo llevaba ese libro como talismán o escudo o crucifijo. Siempre he confundido mucho las cosas. No hace falta ni decirlo.
Cuatro horas de viaje es mucho, sobre todo cuando dos organismos han sufrido en lo profundo del corazón, la corrosión inmarcesible del tiempo. Es una ardua tarea buscar qué decirse. Hablar sobre algo que no genere tedio o disgusto. Pero estas disquisiciones de mi ser empírico eran débiles ante el proceso dichoso de mi ser narrativo que iba camino a recibir un premio en el más necesario silencio. Con la tranquilidad de saber que el autor no existe, de que el autor es una función-lugar, y que la ausencia es el primer lugar del discurso, no tenía por qué preocuparme en suponer que el mutismo del ser empírico que conducía el auto estuviera conteniendo los bramidos de un volcán a punto de explotar.
Ese hombre maravillosamente silencioso no podía recriminarme las andanzas telefónicas de la narradora narrada, a la que se le enrulaba la noche entre los dedos, mientras reinaba en la casa la más impenetrable calma.
De qué iba a preocuparme. ¿Qué es un autor sino alguien que cede ante el tremendo poder de la escritura? ¿Qué responsabilidad tiene una cuando de pronto, por imperiosa necesidad de las palabras, el objeto de deseo en vez de ser un esposo con bigotes es una dulce muchacha de musculosa y tanga?
La cosa era muy sencilla. Me iban a dar el premio para no lanzarlo al aire, para evitarse desembolsar mucha más plata en impuestos, para justificar una comisión de cultura en una empresa de cosméticos. Pero un autor es algo incierto. Su texto es un lugar por donde pasan todos los textos. Juan de los Palotes podría haber recibido también el mismo premio. Esta idea era demasiado conocida como para que yo tuviera que detenerme en su análisis. Además, tampoco me daban ganas de hablar de eso. Quién sabe de qué habría podido hablar en ese interminable momento. Cuando él quiso hacerme algún planteo respecto de la abandonada de piernas abiertas que en vez de llorar se deleitaba con un pequeño muñeco, yo no dudé en recordarle que la escritura de hoy no se refiere más que a sí misma. Ella no remite a un individuo real sino que da lugar a muchos egos.
Si acaso él estaba tragando rabia por mi escritura, yo le hubiera podido decir que no leemos a Onetti para conocer la vida de Onetti. Pero desde hacía tiempo me movía en el falible terreno de las conjeturas. En mi mente todo resultaba fácil, porque en mi mente ni él ni yo éramos él y yo, sino las personas que yo pensaba podríamos ser. Por eso me detuve, porque si esa conversación colocaba los pies sobre la tierra, nos iba a poner nerviosos.
El guardaba un silencio tan agradable que me regocijaba. Sobre todo aprecié que no bufara en la zona de San Pedro, donde deseaba volver a ver el campo de lavandas sobre el que alguna vez había escrito, no yo, sino mi ser discursivo. En principio, esa pradera había sido concebida como campo onírico. Luego fue poema. Luego, increíble realidad y ahora dulce recuerdo. No todo en la vida tiene el mismo ciclo vital. No al menos las clases de semiótica, ni los matrimonios, ni los premios.
El relato premiado se identifica con su propia exterioridad desplegada. Yo no estoy prendida en él con alfileres. Mi profesor de semiología lo había aclarado muy bien: en el espacio abierto del lenguaje, el sujeto no deja de desaparecer.
La segunda hora de silencio superó mis expectativas, y no pude más que asumirla como una bendición. Atardecía. El sol estaba rojo como letras autoadhesivas color naranja. Luego de tres horas de escuchar solamente el ritmo de la respiración, el motor del auto, y las gracias de cada empleado del peaje, yo estuve a punto de volverme creyente y, por gratitud, jurarle a Dios amor eterno.
Llegamos al pequeño teatro del Globo y nos ubicamos en los asientos que nos tenían destinados. En los palcos había agregados culturales de las distintas embajadas de habla hispana. Blaisten (el ser discursivo Blaisten, para ser precisa) leyó un texto de su autoría en el cual, por supuesto, él también estaba ausente. Los otros miembros del jurado, promulgaron palabras alusivas.
En orden creciente fuimos subiendo al escenario cada uno de los galardonados. Sonreímos con el diploma en la mano para salir en la foto y cuando estábamos todos otra vez en nuestros asientos, la hermosa actriz, con un vestido verde entre marino y fosforescente, dio lectura al texto que me tiene como ausente.
Para mí, la noche debía culminar con una cena en un bonito restaurante capitalino, pero él consideró mejor volver a toda prisa y comer en el bar de la esquina de casa, para que estemos más tranquilos. Cuando el amor se consolida es así, no necesita esos galanteos que nos ponen nerviosos y nos hacen perder tanto tiempo.
Yo había sido tan beneficiada con cuatro gloriosas horas de maravilloso silencio, que ya me parecía un abuso que también se me concediera el último deseo. Además, el esplendoroso atardecer había cedido espacio a una noche de llovizna persistente. Típico comportamiento primaveral: caprichoso e imprevisible.
Entre la lluvia y la historia de aquella mujer que cedió ante la ternura erótica de otra mujer para curarse el liquen que le crecía en el sexo por falta de prácticas estimulantes, hubo una confabulación cósmica para contaminar el ambiente que había dejado de respirarse como espléndido.
El daba golpes al volante y repetía, vehículo tras vehículo un zigzag vertiginoso. Los camiones nos llenaban de barro y los charcos de la ruta nos incitaban a estrellarnos, uno tras otro.
En ese momento de máximo estrés vino a sembrar cizaña Umberto Eco, para hacerme pensar que quien conduce un auto es el conductor empírico pero ¿es el conductor modelo? El apretaba el acelerador a fondo para que nos matemos. Tan lindo que había sido el viaje de ida, pero ahora regresábamos al infierno. Yo no quería morir, sobre todo porque me unía un fuerte lazo a la otra que no era mi yo empírico. Me hubiera gustado decir, "amor mío, no soy yo, es esa otra loca la que escribe relatos truculentos", pero era imposible encabezar mi enunciado con un apelativo tan incierto.
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