Dom 07.09.2008
rosario

CONTRATAPA

A los tiros

› Por Luis Novaresio

No sé cómo escribirlo sin caer en todos los lugares comunes que son excusas. Y te aseguro que es una de las pocas veces que temo repetir un rosario de excusas para no intranquilizarme más de lo que estoy. Así y todo, me arriesgo.

Siento que la muerte de dos chicos en Rosario y el Código penal aplicado a otros dos se emparentan casi hasta la identidad. Claro que me doy cuenta de que una muerte no tiene imitación posible y que lo irreversible no se parangona con el dolor de quien sigue viviendo. Aunque éste para siempre. Es loco. Pienso que para uno, el dolor que desgarra de por vida duele más que la propia muerte.

Tres pibes roban desde hace tiempo. O hurtan, o lesionan o lo que sea. La vida en la tierra de la Argentina potencia tamizada por la revolución productiva y la redistribución de la riqueza, por decirlo rápidamente, los invita (¿los obliga?) al horizonte de quedarse afuera. Son pobres. De familia pobre que no pudo pensar en que empujarlos hacia afuera de su historia era salvarlos. Y no juzgo. Cuento. Relato. Son "Peloduro", un pibe de 16 con 18 causas abiertas o un mayor con otras tantas. Casi no importa. El otro, algo mayor, encontró un futuro distinto catapultado por ser de una familia que laburó para entrar al sistema a fuerza de pelea, sudor y lágrima y prueba con armar un destino con sus manos y su voluntad. Sos un animal, me dijiste, cuando te conté que quería escribir para denostar a los que creen, con comodidad inadmisible o con mala leche hija de puta, que de lo que se trata todo esto es de los negritos pobres que son delincuentes y de un burgués clase media que mata a los desamparados para defender sus dos mangos. Y también para vomitar con indignada convicción a los que sostienen que son dos menos que van a robar a un pobre ciudadano que merece el arma y el derecho de "los nobles" a decidir sobre la vida de los otros. Te pido, casi te suplico, que la pensemos desde otro lado.

Creo que estas muertes y estos procesos judiciales de la semana que se fue patentan con impudicia que todo tiene que ver con la inexistencia del Estado que garantice la mínima dignidad en la vida de sus ciudadanos. Inexistencia. Estado. Dignidad. No es la pelea entre dos sectores, dos clases, dos estilos de vida. Es la ausencia de un sector, de una clase dirigente, del mismo estilo de vida de los que mandan, desde siempre.

Si hablo del caso de los jóvenes muertos a manos del arma del repartidor de pan, pienso que allí estaban, otra vez, ejerciendo el legal sistema de vida que aprendieron todo este tiempo. Y no me equivoco. Digo legal. Porque la costumbre con convicción de obligatoriedad, es también ley. Ellos tuvieron como costumbre ver a sus padres afuera de todo, intentar, seguramente, con la mendicidad pública o con la mendicidad estatizada que es someter a la ignorancia a los votantes con promesas o migajas de planes sociales indecentes. Pero con ese sistema, con pedir y, a veces, recibir algo, no alcanza. Entonces este proceso de Estado (porque es un largo y fino proceso) les enseñó que alrededor sí hay más para tener. Y fueron por ello.

El punto es que ese más es ajeno. Sea entonces la apropiación violenta. Ya no hay más margen para los lombrosianismos de narices puntiagudas, viviendas en villas o lo que sea que colijan personalidades delincuentes. El determinismo delincuencial no es más que el proceso causa efecto de este sistema malsano que deja a la mayoría afuera de lo elemental. Pero es deliberado. Querido. Actuado por quienes mandaron.

Si hablo del panadero, pienso en la soledad a la que se lo somete para que intente sortear con éxito físico la convivencia con esa apetencia legítima de "lo más" que carecen otros. Los mismos que mandaron y actuaron sobre los que murieron esta semana, zafan encerrándose en fortalezas edilicias y cotidianas aislándose de la pelea. Entonces, el repartidor, como muchos, pelean por su futuro tratando de superar las adversidades propias de vivir con la adicional de no estar entorpeciendo el camino de los que no tienen otro futuro que el violento. Es la pelea de unos con otros. Todos parecidos. El mismo esquema que excluye a muchos de todos, excluye a otros tantos de la básica seguridad de salvar su vida, elemental derecho humano en una sociedad organizada.

Siento que esta semana el Estado, rara entelequia ineficiente por derecha y por izquierda, abandonó a su buena fortuna a dos pibes que roban como modo de sobrevivir y a otro que trata de evitar ser robado como modo de sobrevivir.

¿Hay gravedades distintas? Puede que sea. Perder la vida es un extremo máximo. La legítima defensa, es también un extremo máximo que se admite pacíficamente, sin dudar procedencias sociales, personales o ideológicas, desde las XII tablas, pasando por las biblias y los códigos más modernos. Y las consecuencias de su ejercicio no son, hay que decirlo, placenteras o heroicas. En los seres siquiátricamente estables es un trauma que puede medirse en un dolor fatal, casi existencial. ¿Entonces? Que me sabe a choque de extremos con resultados críticos. Es probable que todos los días, con menos y más, suceden cientos de hechos de peleas similares provocadas por un sistema ausente.

Este "proceso de Estado" no pudo pensar que alguien que antes de llegar a los 20 sólo conoció la vía violenta para sobrevivir y -apenas- si le ofreció no encerrarlo en repugnantes sitios que terminan de humillar y quebrar toda esperanza. Ese mismo "proceso de Estado" no sabe evitar que la sensación de supervivencia debe emparentarse con un arma en la mano propia para cuidar lo que una tercera imparcial debió haber hecho. Cae de maduro, pues, que hay un tercero que, entre las balas de uno y otro lado, no aparece. Alguien tendría que reclamar que comparezca ante los estrados judiciales y en el responso de los muertos el verdadero causante de esta diabólica lógica de muertes.

Y todos sabemos quién es. Restará saber si preferimos jugar al ideologismo de llorar del lado de los muertos o de los detenidos creyendo que somos más "progres" o "manoduristas" o nos atrevemos a bajarnos del prejuicio dogmático para buscar una solución a esta desgracia.

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