CONTRATAPA
› Por Eugenio M. Previgliano *
Yo venía dice caminando casi una cuadra más allá y por la vereda de enfrente y ella llevaba puesto detalla un poncho federal, colorado, con unas guardas negras y unos flecos del mismo color, pero que a la luz de la tarde parecían quien sabe más oscuros.
Yo lo miro de costado decir estas cosas y veo que no sonríe, que la cicatriz de la mejilla derecha, que yo veo como a mi izquierda, en razón de que él está no exactamente enfrente sino un poco diríamos ladeado se destaca y se le ve también, en la chicha que hace un rollo bajo su abdomen, de un color diferente pero notoria por su textura, diferente a todo lo demás que hay de piel en su barriga, otra cicatriz que no pasa desapercibida.
Ella agrega bajo el poncho no traía un puñal, no traía un revolver, no traía un facón y en los pies yo creo dice con un aire pensativo que llevaba unas alpargatas negras, bien de campo, lo que en el conjunto le daba un aire, si no folklórico, bastante sudamericano. En estos días agrega llamaría la atención pero entonces aclara no era infrecuente ver una chica de dieciseis años vestida de poncho federal y alpargatas negras.
Yo lo miro, callo, pienso y enseguida paseo mi mirada por encima de sus hombros para venir a ver, de una rubita sonriente que está mas allá, cerca del agua, sobre la arena, las caderas menudas y suaves que en esa mujer de casi un metro sesenta de altura hacen una combinación armónica, llena de gracia y alegría y que en ese marco, con el paisaje ribereño por detrás resalta lo bello que en ocasiones aparenta tener la naturaleza, como en los atardeceres en Cadaqués o los días de tormenta en Punta Ballena.
Ahora que lo pienso continua cuando retoma el habla entiendo que lo del poncho federal era un poco sobreactuado como sobreactuados eran sus pasos con las alpargatas negras y esa especie de acelerar, de apurar el paso, de seguir el ritmo de su corazón, tal vez con un poco de ansiedad a medida que se acercaba a la esquina que le habían señalado. Yo en cambio dice ahora iba con un paso desacompasado y suave que hasta a mí mismo me resultaba sospechoso.
Miro y vuelvo a mirar a la rubita de casi un metro sesenta y encuentro que en su sonrisa, cuando mira franca hacia donde yo estoy, hay conjuntamente un movimiento del cabello que con la brisa, el sol, la arena, la gente que pasa a su alrededor, le da un aire decididamente encantador y a sus dos dientes incisivos de adelante, que se ven apenas ella esboza una sonrisa, un brillo inquietante.
Yo creo especifica que Caro era medio pelirroja, o que tenía unas pecas o que no era tanto lo que parecía de linda como que no era fea y tengo la idea de que era bastante esbelta, que no era muy alta, que no había ese día ido temprano, que en general no llegaba tarde y que yo debía velar por que ella hiciera las cosas bien y saliera indemne de todo esto.
Yo vuelvo a mirar a la rubita moviéndose en el borde del agua, pienso un instante en todo lo que puede durar un amor de primavera, pienso en lo fatuo que puede resultar un amor de verano, pienso en lo interesante que sería decidir por uno, por otro, por los demás de una vez para todas y finalmente sigo escuchando con tranquilidad.
Llevaba dice haciendo una seña imprecisa una Ballester Molina calibre once veinticinco y aunque se la veía vieja, pesada y opaca yo sabía agrega que vos podías vaciar en pocos instantes dos cargadores sin que la Ballester Molina se trabe ni falle y sentía cuando mi paso tenía que acelerarse para no perderle el ritmo a ella, que el peso de la pistola deformaba mi ropa y solicitaba mi cuerpo lo suficiente como para que mi cuerpo, sutil como para que no se note, se arqueaba, estiraba, contraía, temblaba y tensaba los brazos respondiendo a la solicitación del arma, de la situación, de la tensión, de los pasos apurados de Caro.
Oigo este asunto de la "solicitación" del arma, que habrá sido pesada, pero no puedo alcanzar a reirme, a escandalizarme ni a articular palabra; tan obnubilado estoy con la rubita que ahora, en el borde mismo del agua se reclina, primero los brazos, despues la cabeza y por último el tronco, para, con las dos manos, tomar del agua un poco que le alcance para mojar algo más los cabellos que ya desde antes parecían un poco desordenados, en un arreglo promisorio que hace intuír todas las maneras de ordenarlos.
Yo tenía agrega que cuidar de Caro, procurar que nada le pase, llegado el caso defenderla y si no podía dice subiendo el tono alcanzar a garantizar su seguridad, avisar a los compañeros para que la organización dice la defendiera donde yo ya no pudiera.
Yo lo oigo decir esto tal vez con más emoción que lo de la pistola, pero no puedo dejar de ver como la rubita con un gesto poco amigable se quita del rostro algunos cabellos rubios que seguramente le obstruían la visión, gira el torso sobre su eje vertical y parece mirar el horizonte a mi derecha mientras sus manos manipulan una carterita.
Antes de que me diera cuenta había Caro llegado a la esquina señalada dice, sacado de abajo del poncho colorado los volantes, tirado hacia arriba los volantes, y con tres pasos que dio corriendo estaba lejos de la esquina cuando los volantes todavía volaban a un metro y medio del piso; era temprano agrega con cierta amargura y en esa esquina no había nadie de todos los que unos minutos después, terminado el turno, se agolparían esperando el semáforo y nadie sentiría la sorpresa que yo había imaginado cuando dispusimos que en esa esquina, a esa hora justa, en ese momento exacto, se tiraran esos volantes para que la gente aglomerada, esperando el semáforo, fuera sorprendida por el volar de los papeles, por el mensaje etéreo, fuerte, claro y convocante de la revolución en marcha.
Yo lo miro, asiento levemente, pero mucho no puedo concentrarme en ese recuerdo de un tiempo pasado porque la rubita, que parece fuertemente ser una empedernida fumadora, se viene acercando a mí con un cigarrillo no encendido en la mano, como movida por una fuerza enorme, un poco sobrenatural, acaso dispuesta a pedirme algo: ¿quedará alguien que realmente piense que se puede vivir de ese modo, sabiendo que la vida de uno está entre los brazos de otra?
* [email protected] (Aún quedan ejemplares de "Alcohol Para las Heridas", el aclamado libro de poesías de este autor: un regalo elegante, sencillo, sobrio y refinado para estas tradicionales fiestas)(Versión para móviles / versión de escritorio)
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