CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Yo tenía pensado morir, pero todo fracasó por mi buena salud.
Los paseos del potro alado por el 8º A, después del almuerzo, me daban tiempo para pergeñar mi espanto y mi frustración. Usaba el influjo de la suntuosa desganada.
Quedarme sin mucama fue un primer paso. El desorden nos involucraba a los dos y yo tenía un legítimo derecho de reclamo. Sobre todo le exigí que se encargara de sacar la basura, que es lo que yo más detesto, y por supuesto, lo que él aborrece. No hay nada más difícil que hacerse cargo de los despojos.
Siguiendo con mi plan de acción, me contagié una faringitis, con importantes picos de fiebre, que obligó al alado potrillo a hacerme un té, antes de sus giras intra muros. Pero él trataba de vengarse de mí cruelmente, comportándose como un buen hombre. Se preocupaba porque tuviera la medicación en la mesa de luz y que no me faltara agua en ningún momento.
Con el propósito de deslumbrar el remordimiento de este hombre, en otra oportunidad comí una rebanada de pan negro que me intoxicó fervorosamente y tuve vómitos a la hora en que él se disponía a resurgir de entre los muertos. Entonces, se ocupó de golpear la puerta del baño para preguntar ¿ya pasó?, sí, bueno, entonces nos vemos después. Y partió por los pasillos a ser feliz, una vez más, porque yo no me estaba muriendo.
Por mucho que hiciera por interrumpir su hábito de gozo, no había modo de que se le borrara la sonrisa que en su boca yo no había puesto. Si hay un indicio veraz, una comprobación infalible para saber cuándo a una le están calzando de maravillas los cuernos, es comprobar que ya no hay escándalo ni berrinche que aniquile la mueca feliz en el rostro que nos enfurece. El potro alado era la imagen de una cucharada de miel en persona al entrar y salir del departamento.
Es cosa bien sabida que los amantes se encaminan hacia su dicha sin demasiada dificultad. Se unen, se requieren, se babean, se chupan, se retuercen, se Girondo. Evitan los obstáculos, se buscan con los ojos entre los elementos no vivos del universo. Este hombre se había vuelto un muchacho que salía del fondo de sus ojos y creía que los peces estaban vivos, más aún que eran verdaderos. En cada baldosa, en cada espinilla, encontraba razones para ser feliz sin pronunciar las palabras del entierro.
Es cosa bien sabida que las esposas solemos estar allí, un poco más menguadas, en el mismo lugar inhabitable. Yo no tenía ganas ni siquiera de matar a alguien. Pero el 8º A era otra cosa. Si no hubiera sido por el odio que me daba que él sonriera mientras yo me retorcía, lo habría incentivado a viajar en el ascensor y más de una vez habría ido en persona para dar las gracias por esas siestas prodigiosas.
Yo me preguntaba ¿tendré que marcharme? ¿tendré que mancharme? ¿las manos con sangre? Luego respondía: no, mejor permanecer. Permanecer sin luminol, sin forenses, sin coartadas verificables. Él volvía siempre de allá arriba a pesar de todo. Desnatando la basura, volvía con una especie de luz que se le asomaba entre los dientes, y salía con la bolsita plástica, campante y juvenil, antes de que pasaran los basureros.
El 8º A seguía allí. (Sigue allí). Con su perro y su armonía de instrumento de viento. El perro lo recibiría en dos patas y ella le habría de decir "mi príncipe", porque él bajaba con una especie de tridente. Mientras tanto yo volvía a llenar otra bolsa con basura para obligarlo a no ser feliz, aunque sea por un momento.
El 8º A. Si al menos hubiera un modo de ignorarlo. De no fingir bajo esa miserable claridad el error como si fuera la verdad. Este hombre no mostraba nada de terrible, no mostraba nada del verdadero asunto de nuestra disolución, como si los dos nos hubiéramos extinguido. Él sobrevivía gracias a un inmenso segundo, como los del paraíso, un segundo lento, lento, inmóvil.
Yo estaba oscura como el interior de una cabeza. Mis gusanos entraban y salían de sus celdas. Este hombre volvía de la torre de marfil y las palabras lentas, lentas, se le dormían en la lengua.
Cuando estaba en casa yo simulaba que el 8º A no existía. Eso jamás ha molestado a nadie. Jugar a que el 8º A no existe. En mi casa no hay lo que deseo, "bah, allá arriba no se debe decir eso", pensaba yo, y me animaba a pergeñar otro contratiempo. Hice todo lo posible porque que me aniquilaran cinematográficos soponcios, de los que salí airosa a mi pesar, y que no distrajeron a los amantes ni por un segundo.
Pero mientras las palabras no salían de su boca nada cambiaría. Estratégicamente yo permanecí en la buena agonía, gemí sin demasiado aspaviento, socavé su conciencia con aullidos benéficos pero no dije ni mú. La mudez era nuestro convenio.
Yo pensaba que allá arriba quizás fuera verano. Quizás fuera domingo. Quizás fuera campanario. Cómo esperaban esos dos el rayo caudaloso. Con qué diversidad la vida se enrollaba en aquellas sábanas sin que la realidad jamás los detuviera.
Al 8º A bajaban las estrellas de punta y mi corazón saltaba como un resorte. Hubiera querido no comprender, pero comprendía.
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