CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Ambiguo. No se transforma en lobizón. Se cubre de pelos y se encorva, sí, pero en lugar de los viernes de luna llena le sucede los domingos, y entonces asume la transmutación, (para nada lobuna), en chimpancé. Un mono no demasiado corpulento, ágil, casi acróbata. De a poco le tomó el gusto. Le resultó divertido pasear, simio, y asomarse ante las ventanas de señoritas. O saltar por la mampara de la cátedra de Filosofía Ortodoxa y lanzar una frase de Nietzche*. Hasta se dejó palpar por el titular de la materia, profesor Morales, quien presumía el disfraz de algún alumno y después de comprobar lo firme de ese pelaje de mico, deseó que se hubiera tratado de una broma estudiantil de fácil castigo. O aparecerse en un circo y escribir en la pizarrita que llevaba, con tiza, los números que le dictaban las plateas. Pero lo mejor, lo incomparable, vagar por las islas del río, desnudo en su naturalidad primate.
Lo mató el ego. Decidió revelarse, permaneciendo en un lugar hasta recuperar la forma de hombre. Eligió la propia cátedra del profesor de filosofía como recuerdo burlón, redundante, de ser el eslabón viviente de una cadena evolutiva indiscutible pero mordaz. Sin embargo, el profesor Morales no se espantó ante lo que ocurría ante sus ojos. Cuando lo vio, masculino, a piel desnuda, llamó a los guardias de seguridad; éstos a la policía.
Lo procesaron por los cargos de exhibición obscena, lesión al pudor en un espacio público, y falta de respeto ante los símbolos sacros (la cruz, el retrato del Redentor que pendía en la pared del aula, el escudo nacional). De nada valieron sus protestas ante el juez. Tuvo que purgar los tres meses de prisión cumplimiento efectivo que le descerrajaron como condena. Enteritos.
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(general muerto)
El es un fantasma, un espectro. Lo sabe. El problema no es que no lo vean a él. El problema es que él no puede ver a los demás. Viaja en ómnibus vacíos, desbordantes de voces y bullicio. Escucha marchar pies por veredas desiertas. Timbres suenan sin índices que los pulsen. Sólo cuando alguien menciona su nombre para bendecirlo (algunos, todavía) o insultarlo (cada vez menos, el olvido) alcanza a capturar el fogonazo de un rostro, al que le dirige el "compañeros", inconfundible, sonoro, repicante.
Pena que nadie lo alcance a oír.
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Lleva puesta la remera con el gran Jesús en la delantera y el gran Jesús en la espalda. Barba. Farfulla incoherencias. Reparte volantes con garabatos ininteligibles. A veces se lo ve en un rincón del subte. Nadie le tira una moneda. Este martes, un transeúnte de largo saco negro y casquete del mismo color, recoge uno de los impresos. Lo lee. Entiende el idioma en que están escritos, arameo. A esa lengua apela el barbudo, quien se dice el Salvador, cuando les habla a los transeúntes; charlan; el pordiosero explica que hace proselitismo, que estos tiempos de tanto consumismo imponen otras técnicas de difusión de una idea o doctrina. "Pero a vos parlanchines no te faltan", le replica el del casquete; "sin embargo", (aconseja), "deberías esforzarte en aprender español. Te va a costar, pero todo se logra en esta vida. ¿De dónde venís?"
Le oye decir: "Preferí que me entendiesen en mi lengua original. pero gracias por la recomendación. Y que mi padre sea contigo", se despide el barbudo. En perfecto castellano.
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Marcha con la bragueta abierta, pero atrás. Suele suceder, mientras camina, que vaya regando su paso con plumas nacaradas, de tornasol. Largas como las de un pavo real. El crítico de arte y literatura. Recoge una de las plumas, para su madre; le garantiza a la obsequiada que pertenece a un ave fénix, que le consta el origen de propios ojos.
Su madre agradece; la guarda en el cajón de la mesa de luz, junto a las cientos que viene barriendo y alzando desde hace años.
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Décadas que no veía a mi abuela. Me la reencontré el otro día. Fue cuando me miré al espejo.
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Usted es vieja, se asombró el pibe, acercándose, en la plaza; Le di la razón. Se va a morir pronto, medio se rió. Cómo enojarme; no pasaba de los siete, ocho años. Asentí; era de ese modo. Dos días después vi su foto en necrológicas. Se había desamarrado un remate del pequeño puente colgante, casi casero, que atraviesa el riacho de la Barra; él cayó, única víctima. Me impresionó que la cara del niño, cubierta de una telaraña de pequeñas ajaduras, se pareciera tanto a la mía.
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* "Donde se alza el árbol del conocimiento, allí está siempre el paraíso, esto es lo que dicen las serpientes más viejas y las más jóvenes" (Nietzche).
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