CONTRATAPA
› Por Miguel Roig *
Martín sacó de su mochila una libreta y de la libreta una foto: este es Santiago, me dijo, señalando a un muchacho con el pelo caído sobre la frente. Y este soy yo, indicó, apoyando el dedo sobre la imagen del otro joven. La foto está tomada a finales de los años sesenta en Buenos Aires, agregó antes de apoyar la foto en la mesa.
Estoy con Martín en Londres, en el Gordon's, un viejo wine bar de Charing Cross, al que él se acerca todos los sábados. Hoy, como estoy de paso por la ciudad, lo llamé y me invitó a compartir su mesa.
Martín es un economista argentino que lleva casi cuatro décadas en Londres. Vive en el norte de la ciudad con Polly, una inglesa mucho más joven que él, con la cual tienen un hijo adolescente, Daniel, cuyo nombre, según aclaró Martín el día que me llevó por primera vez a su casa, lo eligió Polly para que el chico tuviera un nombre que se escribiera de igual manera en castellano y en inglés. Eso me da igual, dijo aquella tarde para que supiera que desprecia cualquier comentario, referencia o recuerdo vinculado con el país. Por eso me llamó la atención hoy, cuando, sin venir a cuento, sacó la fotografía y me la extendió para que la vea. Y acto seguido, me contó un inesperado y curioso relato.
Dos sábados atrás se levantó, como es habitual, para prepararse el desayuno y escuchar las noticias de las nueve en Radio 3. Polly y Daniel se habían ido a jugar al tenis y en la casa sólo estaban él y Twiggy, la gata. Cuando acabó de desayunar, leer la correspondencia, contestar el correo electrónico personal acumulado en la semana y regar todas las plantas del interior de la casa, se dio un prolongado baño y se vistió para salir. Cuenta que lleva años cumpliendo con la misma ceremonia que culmina, horas después, en una de las mesas del Gordon's. Ese día, dijo, no sólo lloviznaba sino que la temperatura había descendido más de lo normal, con lo cual se abrigó con un viejo Barbour y un sombrero impermeable.
La casa de Martín está sobre Swains Lane. Hacia arriba, a unos doscientos metros, la calle acaba en el Highgate Cemetery, donde está la tumba de Marx. La vez que se lo mencioné, Martín se limitó a comentarme que había visitado el cementerio sólo una vez, cuando llevaba muy poco tiempo en Londres. Hacia abajo, la suave cuesta remata en Parliament Hill, desde cuya cima se ve, en los días de claridad, todo la ciudad y se distingue sin esfuerzo la cúpula de Saint Paul y, a la derecha, el Big Ben y el Parlamento. Martín bajó por Swains Lane hasta encontrar el kiosco donde compró los periódicos del día. Con la considerable carga de papel, cruzó a la otra acera y entró al café Mozart donde una buena cantidad de vecinos ya estaban tomando el brunch. Martín, sin salir de su rutina, bebió un expresso, leyó los titulares del Guardian, el Independent, el Times y el Daily Telegraph (al que siempre llama Torygraph) y, después de dejar una libra en la mesa, se acomodó los auriculares del discman en la orejas y accionó la tecla del play.
Cada sábado, antes de emprender el paseo durante el cual atraviesa Parliament Hill en busca de la boca del subterráneo, escucha las Variaciones Goldberg de Bach, ejecutadas por Daniel Barenboim y grabadas en el teatro Colón de Buenos Aires el 12 de octubre de 1989, según precisó Martín. Una vez en Parliament Hill, camina por el sendero opuesto al del mirador hasta llegar al primer estanque. Allí se queda observando cómo los vecinos lanzan pequeñas pelotas de goma al agua y sus perros nadan hasta ellas y vuelven para entregarlas a sus amos repitiendo el ejercicio hasta el hastío. Martín, entonces, espera que un asistente al concierto del Colón estornude. Esto ocurre en la Variación 8, explicó, cuando se cumple un minuto y treinta y ocho segundos: ya han transcurrido más de quince minutos de concierto y faltan aún unos veinte más que son los que le llevan terminar de atravesar el parque, llegar al siguiente estanque, bajar por Downshire Hill (pasando a pocos metros de la casa donde vivió Keats) y, finalmente, alcanzar Hampstead High Street donde está la estación del subterráneo.
Mucho más rápido que de costumbre o esa, al menos, fue su percepción el subte llegó a Charing Cross. Sumiso entre la multitud fue subiendo las escaleras y, según se acercaba a la superficie, notó que la claridad era demasiado intensa. Una vez fuera, quedó inmóvil frente a la imagen que tenía delante de sí: estaba en la boca de la estación Agüero, de la línea PalermoCatedral, en la esquina de Agüero y Santa Fe. Frente a él, en la otra acera de la avenida Santa Fe, vio el café Regent con sus mesas en la terraza y la gente bebiendo cerveza. Era mediodía y de repente sintió cómo su cuerpo, abrigado con ropa de invierno, se anegaba en sudor: el sol caía a plomo y el ruido del tráfico era insoportable. Martín cruzó hacia la otra acera, en dirección a Coronel Díaz para refugiarse en el toldo de la pizzería. Aunque no hubiera visto la publicidad de la película Rocky en la marquesina del subte, sabía que se encontraba en un caluroso día perdido del otoño de 1976. También sabía lo que evitó durante unos minutos hasta que alzó la mirada y lo enfrentó: en la terraza del Regent, Santiago y él bebían una cerveza. Era él último encuentro entre ambos; pocos días después Martín dejaría el país, pero ese día, después de despedirse, Santiago sería secuestrado y nunca más se sabría de él.
Martín vio cómo ambos se levantaban y se despedían con un abrazo. El primer impulso de Martín fue irse tras de sí, siguiendo la pista de quien era entonces pero de inmediato cambió de parecer y esperó que Santiago cruzara para bajar hacia la calle Laprida por la acera de los números pares. Comenzó a caminar lentamente detrás de su amigo. Cuando giró por Laprida, apuró el paso y se asombró al reconocer los comercios de entonces: la antigua farmacia social, el viejo bar en la esquina de Charcas, la ferretería. Martín contó que se distrajo un momento frente a la frutería, observando a los dos dependientes y a las mujeres arremolinados alrededor de la balanza que instalaban impunemente en la vereda, obligando a los peatones a salir de la acera y caminar por la calle para sortearla. En ese momento, dijo, un coche frenó bruscamente unos metros más adelante y tres hombres, en un instante fugaz, redujeron a Santiago, lo metieron en el asiento trasero y desaparecieron girando velozmente por Mansilla. Las mujeres y los dos hombres que atendían la frutería volvieron a fijar la atención en sus asuntos: ni un comentario, ni un mínimo gesto. Martín me dijo que desanduvo el camino hasta el subterráneo, bajó aturdido las escaleras de la estación, abrigado con su absurdo disfraz invernal y cargado con sus abultados periódicos. A partir de aquí, confesó Martín, hay un tramo en blanco: no consigo recordar cómo pude subir al tren y finalmente llegar a Charing Cross, que era el lugar al que me dirigía ese sábado, al igual que hoy, afirmó, al igual que todos los sábados de mi vida.
Después de un silencio, recogió la foto que había dejado sobre la mesa, la guardó en la libreta y metió, a su vez, la libreta en la mochila. Me preguntó si quería otra copa de vino y según acepté, se levantó y fue hacia la barra.
El fotógrafo español Alberto GarcíaAlix sostiene que la fotografía siempre es pasado, una vez que se ha apretado el botón del disparador ya no somos como somos, somos como éramos. Pero a veces, fuera de cuadro, hay vínculos que siguen imponiendo tercamente un sentido que la experiencia es incapaz de doblegar o, al menos, sosegar.
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