CONTRATAPA
› Por Beatriz G. Suárez *
Mi abuela era una destacada cocinera. Mejor dicho había devenido tal con los años y las penas, ese arte se entretejió en su cuerpo después de que, junto a sus hermanos, fuera abandonada por la madre teniendo escasos ocho años y habiendo tenido que hacerse cargo de la olla familiar bien cerca de uno de ellos, Luis, quien a su vez preparaba viandas de campaña y colaboraba en un hotel de Tancacha donde estos chicos terminaron de criarse lavando sábanas a mano arriba de banquitos para llegar a la pileta pero también adquiriendo estos saberes de orégano y zapallo mucho antes de crecer lo suficiente.
Tanto fue así que luego cocinaba para nosotras algunas exquisiteces que parecían provenir de rabiosas facultades o enseñanzas y no de esa pobreza extrema donde elaborar tomate había resultado casi una salvación.
Hacía arroz con leche, bifes a la criolla espesos y musicales, fideos cortados mas finos que cabello, pascualinas sabrosas, papas fritas perfectas como teclas de un piano, catastróficas fritangas con aceite Patito de botella verde y gorda, un pollo "a la reina" que tal vez ella misma inventaba consistente en un ave gigante chorreada de salsa blanca con arco iris de zanahorias, harinas y huesos martirizados que representaba más bien la dosis de un medicamento plumoso allá en los años de mi estridente pubertad en que su magia aún no me había impactado tanto.
Cocinaba además con pocos ingredientes, hacía ensaladas con lo que hubiera, restos de remolacha, un huevo, algunas sardinas perdidas en el océano de su iniciativa, nuez moscada persistente en heladeras vacías del alma, milanesas frente al rumbo maravillado de sus delantales.
Era la Tata Gaspari con sus recetas sin papel donde todo era un chorro, dos poquitos, un pedazo, tres o cuatro gotitas, más o menos, a ojo.
En el ademán imperativo de sus cucharones muchos en la casa hacíamos territorio y la mesa ideada por su ilusión daba apetito de vida para dejar atrás tanta cebolla equivocada, tanta desolación y falta de monarca en el sitio aquél de su infancia donde entre leche ardiente y olor definitivo esa madre había emigrado dejando a las criaturas por alguna fiebre pasajera.
Cuando fue señora y de su hogar tuvo aparatos múltiples y sus cremas mucha tecnología. Licuadoras, procesadoras, hornos y cuchillos sin accidente.
Mejoró recetas y las llevó al colmo tal que al morir hubo una vacante entre esas ollas que nadie jamás logró volver a ocupar. Fue como si un gigante irrevocable hubiese tomado el bisturí de Dios llevándola como cheff con rumbo de piel condimentada.
Murió en setiembre.
Al revisar su heladera mi hermana encontró en el freezer un frasco con salsa hecha por ella antes del infarto inconcebible tal vez esperando a ser usada.
Me llamó emocionada como voceando una gran noticia o por haber hallado (con todas las letras) un tesoro.
Lo trajo a Rosario y descansó en su heladera hasta diciembre.
El 30 recuerdo volvió a llamar para invitarme a que el 31 al mediodía almorzáramos juntas. Y así fue. Esa noche la pasaríamos en familia como siempre. Con el resto. Con lo que quedaba después de la curiosa circunstancia de perder a la cocinera.
Mi hermana preparó un arroz y allí fui a eso de las 12. Llegué y abrió el frasco de la última salsa.
Mezcló los gránulos blancos con decisión de artista y por un instante volvimos a estar con ella, era un disfraz de dimensiones mínimas, materia desordenada de la historia.
Estuvimos solas sin hablar durante la hora que duró la olla.
Fue la última vez que la poesía femenina de mi abuela nos habitó a las dos únicas nietas refinadas por sus azúcares y sales. El arroz final y primitivo de sus ojos que nos ayudaría a resistir tantas cosas.
La última energía de diciembre, el año nuevo, el nacimiento de la adultez, roca del almíbar viviente, una esencia balsámica para precipitar el tiempo y el deseo.
Después de comer las dos supimos algo.
No se qué. Quizás a amarla en forma conyugal, agradecidas.
La digerimos toda. Sus peripecias domésticas nos hicieron mejores aquél día.
Empapándonos de un año nuevo extremo.
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