CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Rocié con detergente la ensalada. Menos mal que no había testigos dándome vueltas, no iba a desaprovechar el gasto. Con parsimonia, los comensales acometieron la lechuga, los tomates. Mi marido no batió palabra. Tía Lila se quejó de que hubiera usado jengibre como condimento, siendo público y notorio que a ella le repugnaba ese aderezo en las comidas. Asentí.
De tanto en tanto, cuando me olvido de comprar limones, o cuando tía Lila necesita que se le lave la lengua, recurro a un chorrito de detergente, del sabor del caso.
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Por distracción hoy saqué dos conjuntos de nena, y los vestí a ellos, Anita y Mario. Salieron para la escuela puntualmente, 8,15. Pero, conociendo mi poca propensión a la cháchara, las docentes se abstuvieron de telefonear para advertirme del error. Cayeron bromas pesadas sobre mi hijo aunque la cosa no pasó de un nuevo apodo con que se lo rotuló al nene, "Corpiño". Lo extraño es que Marito se entusiasmó con los volados y los brillitos, las hebillas con piedras en el pelo y las sandalitas de taco. Y no quiere renunciar a ellos por más que intente sobornarlo con recompensas y prebendas. En ocasiones, durante el desayuno, mi marido, Teo, siempre despistado, recuerda distraídamente: ¿acaso no teníamos la parejita, nena, varón? Le contesto que se le enfría el café y él se sumerge nuevamente en la lectura del comentario del partido.
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Al revisar los deberes del niño, sustituí prohibido por proibido; con desenvolvido suplanté a desenvuelto, etc. Al finalizar, el texto de Marito era un corral de lombrices rojas, que marcaban sus equivocaciones. Con una nota conceptuosa la maestra refutó mis correcciones. Ideé escribirle que en una encarnación de otra vida, había profesado como monja en el convento de Obidos, de Portugal. Y que por favor consultara un diccionario de ese idioma y me diera la razón. Inferí que la maestra no se atrevería a contradecir a una hermanita monja, ni en esta vida ni en ninguna otra. Inferencia acertada.
La docente acompañó la nota de humillantes disculpas con una manifestación de su sincero interés en que le narrara mi experiencia mística.
Imagino y escribo que viví en el claustro religioso, siglo XVIII, donde recibía visitas, en horarios algo imprudentes para la decencia, de aquel fraile moreno, con el que intercambiábamos frases en latín y citas bíblicas, entre otras cosas no tan inmateriales; narro cómo nos flagelábamos las carnes, y cómo tomábamos comuniones de vino y panes. Antes de que llegara a aquel atardecer soleado en que morí de viruela, e inhumada fui en entierro romántico, con tantas velas enormes, tantos cánticos, tantas oraciones fúnebres de sacerdotes consternados, la señorita suplicó que suspendiera mis interesantes envíos ya que el oculista acababa de recomendarle la menor cantidad de lecturas posibles, por su miopía irreversible y riesgo de ceguera. Sin embargo, la siguiente vez que volví a verla, despiojaba escolares y tomaba las liendres con puntería, sin apelar siquiera al más despreciable par de anteojos.
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Se nos fue, la pobrecita. Doña Carmelita, mi suegra. Enjugo una lagrimilla. La recojo en un dedal, la observo con curiosidad. ¿Dónde tengo que firmar? La rúbrica sale deformada por el pulso tembloroso. Es que anoche había tenido ese sueño del deceso. Tan vívido. Que me levanté y mandé hacer una corona de crisantemos, "tus hijos e hijas políticas". Tan buena, doña Carmelita. Guardo otra lagrimita, para mostrársela a Teo cuando llegue. ¿Cómo imaginar que justo ese día, a las 8,10 de la mañana, yo recién levantada y vestida de luto para asistir al funeral, tocaran el timbre y fuera un empleado de la Caja de Jubilaciones que venía a constatar a domicilio, si doña Carmelita seguía viva, requisito indispensable para que se le continuaran liquidando sus haberes mes a mes? Atestigüé su defunción de buena fe. Cualquiera se equivoca. Tampoco es irremediable. Su abogado dice que en 2, 3, 10 años la cosa se arregla y doña Carmelita vuelve a cobrar, y que, en tanto, cuenta con ahorros suficientes como para no tomarse las cosas tan a la tremenda. Ganas de armar escándalo esta suegra mía.
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Inadvertidamente eché toda la carne del guiso en la escudilla de Titi, mi adorable mascota, y mandé los recortes de grasa y los huesos abombados al caldero hogareño. Sin notar nada, dejé que la salsa hirviera el tiempo que indica Doña Petrona, una hora veinte minutos. Teo batió cuchara y tuvo la mala idea de quejarse: "pero esto es un..." patinando antes de llegar a "asco". Al tomar conciencia de mi error, otorgué: "mañana cocinás vos". Teo se disculpó. Y yo: "Y para que te saques el gusto, pasado también".
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No pude sacar la mano del bolsillo del gabán, bolsillo profundo, se me trabó el meñique entre los trapos, o como fuera, así que no le hice seña al colectivo, el colectivo pasó de largo, yo no llegué a tiempo a la escribanía, la escribanía cerró, no firmé mi conformidad a la garantía conjunta para la hipoteca que necesitaba mi cuñado, mi cuñado no se pudo casar, luego se enfureció, finalmente me retiró el saludo.
¿De últimas, por qué no se ocupó de mandarme un remise?
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Muy pocas veces ocurre. Pero cuando Teo pierde el llavero que lleva una etiqueta con nuestro nombre y dirección, imán de malvivientes, hay que cambiar la cerradura del frente, hacer copias de las demás llaves y otros engorros. Sucedió ya saliendo él para Catamarca, viaje de una semana, convención "Buenas ventas". Me recomendó que a primera hora acudiera al cerrajero. Olvidé olvidé olvidé. Esa noche me preparé para sueños con angelitos. Saqué un body de encaje que no uso porque no se puede tentar a un marido que la yuga tantas horas, gotas del perfume francés que mi suegra Carmelita perdió aquí y nunca más encontró, jazz en el reproductor de CD. Cuando entró ese muchacho, exclamé "ay". Tres de la mañana, debutante en asaltos (como no tardó en confesar), 20 años bien puestos, dentadura completa, músculos en su lugar. Podría decirse que pasé un buen susto (como le sollocé a Teo) o que viví una experiencia sadomasoquista cuyo peligro no preveía. ¿O sí?
Las tareas domésticas exigen demasiado, cabeza, físico, entrenamiento, estado de alerta. Según el muchacho, la llave la dejé yo, no Teo, en la verdulería donde él trabaja y nosotros compramos. Negué rotundamente. No cometo ese tipo de errores. No. Aunque si por una vez, inadvertidamente, a un ama de casa se le escapara la saltarina liebre del deber ¿no merecería, acaso, mil años de perdón?
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