Jue 20.11.2008
rosario

CONTRATAPA

Acto de fe

› Por Luis Novaresio

Uno: Me escribe el cura que está en Formosa. ¿Cuánto hace? Dos años, ponele. Creo. ¿Ya dos? Creo. Y entonces son dos años también cuando escribiste felices los niños porque de ellos es el reino de los cielos. Y los pobres. De ellos, si hay justicia, acá, antes que nada, debería ser también para ellos. Y los que no arrojen la primera prueba. Ofrecer la otra mejilla ante la agresión del que merece tu amor. El mismo amor que te profesás. Amarlo como a vos mismo. A tu enemigo. Como pasar un camello por el ojo de una aguja, como desaprovechar tus talentos. La parábola que martilla sobre tu cabeza obligado por todos los talentos que Dios te dio y que te deben impulsar a hacer más. Porque tenés talentos. La generosidad de desprenderte de todo lo que necesitás y querés. No de aquello que no te sirve, no te gusta, no te hace falta. No ir a la compraventa de ropa usada y regalar esa. Dar la tuya. Porque eso quiso decir El entonces. Padecer la cruz pero arrastrarla para ofrecer la vida mejor. Y tanto más. Resurrección para la liberación. ¿De qué habremos de liberarnos? Pasa el tiempo. Formosa y el cura siguen ahí. Ayer me escribió.

Dos: Alguna vez me lo preguntaste. ¿Qué es ser italianos? Y a Claudio alguna vez se lo deben de haber preguntado. Casi seguro. Por Nazareno y Claudina. Ser italianos. Escuchar hablar en casa con escondida felicidad el mismo idioma que en la calle avergüenza. No te entiendo. En casa, tu madre o Claudina le pide al viejo que no se olvide de llevarle el queso al vecino y el formaggio suena propio. En la calle, delante de tus amigos, embarazada. Es que tus viejos, y los de él, vinieron hablando la lengua de la porta del inferno y lo hacen en todos lados. ¿Cómo es que ahora (entonces) no tengo que hablarte como en casa?, me dijo el viejo cuando le pedí que en el club no usara ni el dialecto ni el italiano. Si él supiera cuánto quiero ahora, tiempos de la fiebre (controlada) por tener un pasaporte oscuro que tenga el sello de la Unión europea, cuánto quiero ahora escuchar la voz gringa preguntando tutto a posto? Si supiera, seguro que a Nazareno también le gustaría, cuánto se extraña el cotidiano abrazo y la media palabra en el idioma propio. El del afecto. Si supiera.

Ser italiano es la lengua. Y allí, el gusto por las olivas, las anchoas de la bagna cauda, las bruschettas, el pan distinto, los fideos distintos. Es que se amasan distinto. Ser italianos es apagá la luz cuando salgas de tu pieza. Y no hacerlo. Y que el viejo te haga volver para mirarte cómo cumplís el mandato del ahorro. Ser italiano es hacer las cosas lo mejor posible. Porque hacerlas bien o mal es lo mismo. Salvo una pequeña diferencia. Si las hacés mal, hay que hacerlas de nuevo. Ser italianos es si el viejo supiera y el joven pudiera, dicho en dialecto. Es comer todo lo que te servís en el plato. La próxima, más ubicado, te servís menos. Es comer pastasciutta varias veces por semana. ¿Y por qué? Porque somos italianos. Y porque hay malaria, eso no se les cuenta a los pibes y más vale te cuento lo de la sangre. Ser italiano es recordar el Principessa Mafalda, al cómico Totó, a Silvana Mangani, la Pampanini, la Bersagliera y la eterna Mina. Giulietta Massina son palabras mayores.

Ser italianos es no hablar de la guerra. Los nazis, las camisas negras, aviones sobre la ciudad, refugios anti aéreos. Es el barco en Génova que nos trae a l'America. Terminó todo. Es 1949.

Claudina y Nazareno se vinieron. Como tantos. Como vos. Y el cura apenas era una esperanza.

Tres: El cura nació cuando Frondizi hacía campaña y decía que se venía el desarrollo. Abril, unos días antes de terminar el signo de Aries. En el horóscopo chino, no tengo idea. Perro, creo. El hermano lo miró en la cuna y supo que los celos no eran tantos. Su viejo, el hermano del cura, ya lo dejaba usar pantalones largos. Más que un hermano le sonaba un

hijo. De su Villa Constitución, el sacerdote, recuerda el barrio, los días de la escuela. Los mejores, cuando llovía, te dice. Porque se jugaba más a la pelota. Se ve que la pobre maestra cansada de los preadolescentes que se resistía al gerundio, participio e infinitivo y a

todo cuerpo que desplaza no sé qué cosa y que la hipotenusa era el cuadrado de los catetos, cuando llovía, decía: jueguen. El ocio creativo lo inventó Aristóteles. Y ahí va la pelota. El recuerdo es también el conventillo. La alegría de sus padres Nazareno y Claudina con sus amigos.

De todo el mundo.

Dios existe. No tengas dudas. Te lo dice y no embroma. Con eso no se embroma. ¿Y cómo sabés que está con vos, que se hace presente, que te invita? No sólo se siente en el alma, sigue sin el menor signo de ponerle humor a su pasión. Se siente en los hombros, en las piernas. Cuando supe que iba a tomar la decisión que hoy tomo, te dice Claudio, sentí que me sacaba un peso de encima. Supe que era lo correcto, porque El me lo hizo presente. Un alivio.

Cuatro: Nazareno y Claudina supieron que olerían aquellos árboles. Otra vez. En Popoli, Abruzzo, aquellos árboles. Los del primer amor, los del futuro de jóvenes, los de nuestra sangre. Mi abuelo plantó aquel árbol, me dijo mi viejo cuando, como los padres del cura, volvió a su Italia.

Como tantos. Habían venido en 1948, 1949, última inmigración que vio que las pampas eran horizonte cercano a la utopía y sólo cuarenta años después podían volver a la Italia que gracias a las expulsiones de entonces reverdecía en progreso. Paradoja. Mi tierra, la que me echó, espera a mis nietos. Ezeiza es el único camino.

Y Nazareno volvió a su paese. Y allí murió. El amor en exceso, el dolor en exceso, el recuerdo en exceso. Murió. Como tantos. Los inmigrantes españoles, judíos e italianos, los que después de la vida acá, fueron a buscar, ya viejos, la muerte allá. Y Nazareno no vio a su hijo cuando aceptó a Dios como su único camino.

Cinco: El cura me escribe que murió una nena de leucemia. Hubo que traerla desde Buenos Aires a Formosa y que nadie le dio una mano. Ni a la familia ni a él. El sacerdote estuvo al lado de ellos y no encontraba palabras de consuelo. Es raro, pensé yo. Un cura, siempre sabe qué decir. Pero todo era silencio. Nadie hablaba. Fueron dos horas, tres. Toda la noche en silencio y el cura me escribe que hasta dudó de su fe porque no sabía qué decir.

Cuando fue el alba, la madre calentó el agua y la pava ya fue mate. Padre, dijo la mujer que había perdido a su hija. Estuve leyendo su Biblia y leí esta frase: "Antes de que tú fueras, yo ya te conocía". Y fue otra vez un gran silencio. No la entiendo, le dijo la madre al cura.

El me escribe y me dice que Dios existe. Porque esa frase de Jeremías fue la voz de alguien que sabe sobreponerse a un gran silencio. A una gran ausencia. El cura que predicaba sigue en Formosa, predicando, menos solo.

Quizá te acuerdes de él.

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