CONTRATAPA
› Por Mario Alberto Perone
¿Llegará un tiempo en el cual los candidatos a ocupar puestos de funcionarios públicos rindan (y aprueben) un riguroso examen de ingreso a la decencia?
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Fue Fernando Pessoa quien inventó el desasosiego, y lo difundió por todo el mundo. Yo tuve la parte que me correspondía, y no bien la hube recibido, intenté sacármela de encima y pasársela a otro, pero todos los que encontré estaban haciendo lo mismo afanosamente, de modo que no tuve más remedio que aceptarla. Desde entonces aparece en mis textos pintándolos de gris con regularidad. Y no es que sea yo pesimista, sino que la melancolía vive entre mis papeles. Pessoa tiene la culpa.
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"Graffiti" leído en un tapial de un barrio suburbano: "Lean la Biblia, necesitamos más ateos". La creatividad anónima nos sorprende a cada rato.
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En el café de 3 de Febrero y Alem hay un parroquiano que se sienta siempre a la misma mesa. Abre un libraco enorme cuyo título pude leer de reojo pasando hacia el baño por detrás de él: "Historia de los argentinos". Lo abre siempre en las primeras páginas, pero no lee, sólo lo mira, abstraído y quieto. Jamás lo he visto dar vuelta una hoja. Hice unas averiguaciones "sotto voce" (mozos serviciales y discretos) y me confirmaron mi observación, agregando que es manso y no hay que tenerle miedo. Yo no estoy tan seguro de eso.
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Un viejo amigo, de cuando vivía en San Justo, es decir cincuenta años atrás, me dio un consejo terrible: "Si escribir no te duele, no escribas nada". Durante los treinta años siguientes le hice caso. Mi viejo amigo murió, y a partir de ese suceso, comencé esta ocupación extraña. El tenía razón. Escribir duele, y escribir poesía duele más, porque sale de la carencia, del vacío, de la orfandad, de desasosiego, del desamparo, de la soledad en un universo incomprensible. Para no escribir, hay que ser feliz. Los satisfechos no escriben. Los otros, me ayudan a empujar la lapicera por los sitios más dolientes de la intimidad.
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¿Qué sentirías si te enteraras, de buena fuente, de que tu padre se casó con tu madre por despecho, porque estaba enamorado de otra mujer que lo rechazó, y no hay modo de interrogar a nadie sobre este punto porque todos los involucrados ya han desaparecido, y las únicas huellas que podrían haberse conservado son un puñado de cartas de amor confiadas a un tercero, que se quemaron en el incendio de su casa?
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La violencia comenzó cuando el Gran Propietario de todo lo visible y lo invisible expulsó a la primera pareja de humanos, del Paraíso. Allí comenzaron también la culpa y el pecado, cuando viéndose desnudos, supieron que eran observados. Pasan los siglos, y la violencia, la culpa y el pecado continúan en todos nosotros.
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Mañana de domingo. Desayuno en "Vittorio" de Alem y 3 de Febrero. Lectura del diario minuciosa y productiva. Estoy en una mesa al lado de la vidriera sobre Alem. En la vereda, un hombre se acerca y parándose, lee las páginas que yo voy leyendo y dando vuelta. Me doy cuenta, pero no cambio mi mecánica y tampoco lo miro. Trato de facilitarle la lectura, demorándome un poco en cada hoja. Cuando se da por satisfecho, cuando hubo leído lo mismo que yo, hace una seña, una especie de mensaje para nadie, y sin mirarme se va. Y también se va esa extraña comunión entre dos desconocidos que, a través de las páginas de un diario compartieron un trocito de sus existencias que, muy probablemente, jamás repetirán. Por alguna razón que no veo clara, quedo un poco resentido. Quizás haya esperado de él un reconocimiento más explícito, pero el hombre, impasible, desapareció por Alem hacia el sur. Doblé el diario, pagué lo mío y volví a mi casa, con la sensación de que me esperaba un domingo que había comenzado mal.
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No voy a velorios. No leo las necrológicas. Cada muerte de otro me recuerda que la mía aún me espera.
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A veces creo que todo lo que soy son estos textos que de vez en cuando armo laboriosamente, y sólo eso. Esporádicamente, produzco algunos espasmos, en su mayoría convencionales. Luego de verlos publicados los leo y entonces creo lo contrario: yo no soy esos textos, los han escrito otros, simulando una identificación conmigo. El que los escribió ya no existe. Si sé lo que soy, es gracias a la angustia de ser, siempre flotante entre mi ser y el ser de los otros, jamás ausente de mis contingencias. También pienso que los textos se han acumulado reuniendo apuntes y opiniones acerca de casi cualquier cosa, que al cabo de cierto volumen tienden a explotar o a olvidarse. De vez en cuando alguna voz parecida a la mía me llega con su adhesión y su apoyo. Sin embargo, los seres que tengo más cercanos a mi corazón, y de quienes esperaría una palabra, un gesto de aliento o de complicidad, están absorbidos, como es lógico, en resolver sus propias vidas, de las cuales voy siendo un espectador cada vez más lejano. Así son las cosas: las personas que más amo en el mundo son las que, involuntariamente, más dolor me causan, y ese dolor es único, diferente de todos los demás, porque no hay remedio alguno que lo cure, ni que, por lo menos, lo disminuya un poco.
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No hay modo de escapar de lo que hiciste, sobre todo si lo que hiciste estuvo mal hecho.
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Omar hace un sondeo cuando viene: recorre todas las mesas ocupadas preguntando a todos los parroquianos si están hablando de teatro. Como la respuesta es generalmente negativa, se va y vuelve trayendo a uno de afuera, se sientan y hablan horas, los dos a la vez y sobre lo mismo. Vistos desde nuestros lugares de espectadores de todo pero actores de nada, parece que las vidas de Omar y su contertulio tienen un sentido. Se ven como hombres apasionados que disfrutan de lo que son. Las pasiones, de paso, están bastante ausentes de nuestras pequeñas vidas, y lo peor es que nos hayamos resignado a esa calamidad.
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Todos están ocupados. O parecen estar ocupados. ¿Vos también estás ocupado? ¿Estás haciendo algo? ¿Algo útil para alguien? Espero que sí. Yo, si me lo preguntaras, no estoy ocupado. A menos que esta costumbre de escribir liviandades se llame ocupación. No sirve para nadie, y menos, para mí. ¿A quién le importa? ¿Quién la espera?
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Qué raro: en un mismo día, dos amigos míos que no se conocen entre sí me contaron, en medio de una conversación totalmente ajena al tema, que deben circuncidarse, no por razones religiosas, sino por haber desarrollado, casi en el apogeo de su madurez, un endurecimiento del prepucio (¡sí, sólo del prepucio!) que les impedía descubrir el glande, y por lo tanto, orinar con cierta puntería, higienizarse y hasta privarse (con mucho dolor) de los placeres del amor. Parece que el cuerpo del hombre es bastante más complejo que el de la mujer, y esto no es machismo, aunque no obstante el bochorno, lo parezca.
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Cuando digo algo, siempre es algo aproximado a lo que quiero decir. No puedo evitarlo. Cuando digo algo, estoy ahí, pero también en otro lugar, cuya ubicación ignoro.
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