CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
En el barrio lo que sobraban eran clubes. Clubcitos armados en garages, o en predios donados por algún infaltable vecino próspero. O bien, según rezaban en algunas placas alusivas, merced a la visión sanmartiniana de cuatro cinco héroes, quienes en noches de revelación decidieran fundarlo con su magros ahorros. Se reproducían como colmenas. Y propiciaban el encuentro de la familia, el sano esparcimiento de los niños y el refugio tras la jornada laboral. Nada de esto se cumplía, salvo lo último: la familia ni pisaba, a los niños se los echaba y la trilogía matemática se torcía inexorable hacia la verdad del asunto: los machos de la especie se juntaban para huir de la familia y de los niños. Una ecuación que les cerraba con perfección a los señorones estáticos que jugaban truco bajo el haz de las lámparas, extasiados, suspendidos en la atmósfera impura con sus sillas aéreas como en un cuento de las mil y una noches. Cuando lográbamos filtrarnos asistíamos a jugadas de casín con aquellos soldaditos erguidos en el centro, mientras flotaba un aroma a cigarrillo, maderas rancias, alcoholes diversos. Nunca nos aceptaron en alguno. Sa non so socio non entra, farfullaba el italianísimo patrón del Emperador, haciéndonos creer que la ruina visible dependía de nuestro aporte societario. En El Ráfaga había un tipo con un tatuaje que nos odiaba al punto de robarnos las fichas de metegol cuando lográbamos convencer al cajero condescendiente. No eran ellos, éramos nosotros. No encajábamos en esa disciplina arrabalera y terminamos por menospreciar a esas canchitas del fondo embaldozadas, con relieves donde quebrarte las falanges y con arcos de caño. Por reacción del desprecio a ninguno le gustaba jugar allí, encerrados en el vecindario. Elegíamos el aire libre de las pampas, cerca de los zanjones y el alambrado malevo de alguno como perímetro natural. Allí éramos derrotados o extendíamos la alfombra voladora de la victoria sobre la cual correr hacia el infinito, hacia un mundo sin reglamentos, padres, familia ni socios fundadores. Son unos hijos de puta, disparó de la nada el gordo Toledo, mientras nos estábamos cambiando para jugar contra los de Alsina. ¿Quienes?, respondí distraído: una venda me tenía a mal traer y había olvidado las canilleras. Mi tío me contó que los del club tienen arreglado el referí para hoy, para que ganen esos putos del Alsina. Lopecito se acercó mientras estiraba y se miraba al espejo cuarteado. Che, ¿En serio? Dejate de pavadas, le hacemos seis y vas a ver que no hay referí que valga. En serio, boludo, vas a ver, sentenció el gordo. Y vimos. Me rasparon de entrada, nos cobraron un penal inexistente y echaron a tres de los nuestros. Perdimos uno a cero. El árbitro, un tipo alto con cara de mosquito y la cara poceada dirigía imperturbable cobrando bellaquerías como si estuviera dirigiendo una final del mundo. Con el atardecer prosperó, mientras nos lamíamos las heridas, la idea de la venganza. Pensamos en el kerosene pero a algunos les pareció exagerado. En romper los vidrios, pero había que esperar hasta entrada la noche. Saltamos por los fondos, y de allí entramos y le saqueamos la mercadería, se entusiasmó Toledo. ¿Y de paso la caja?, terció José que ya apuntaba para chorro. Está cerrado el portón de atrás con un candado así, grafiqué yo que conservaba buena memoria.
Antonioni que nada había dicho hasta el momento y era a quien habían echado primero alargó su dedo índice y con una parsimonia de jefe en campaña, sencillamente expuso. El que quiera una buena venganza solo tiene que animarse a comer uvas, pero calientes. Y nos explicó el plan. Al rato, como monos rabiosos estábamos prendidos todos de la parra que sobresalía por Valparaíso. Uvas calientes que se tornaban bombas dolorosas en nuestros estómagos. Uvas disueltas con la furia de nuestros molares o tragadas sin más. Uvas de ira, de polvo y redención. Dinamitas en manojo que empezarían a hacer su efecto enseguida, con el calor, la resaca turbia del sol y el cansancio. Llegamos como pudimos hasta la puerta del club Alsina donde descargamos desde nuestros culos eras de maltrato y disgustos, allí sobre el mármol de la entrada donde decía bienvenidos en letras de fierro doradas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux