Jue 19.02.2009
rosario

CONTRATAPA

Un evento global

› Por Eugenio Previgliano

Cor Iesu, dijo el papa Juan Pablo II el Domingo 3 de Septiembre de 1998, pax et reconciliatio nostra, agregó, pero para los que no había ni paz ni reconciliación ese día era para chilenos y brasileños que jugaban la eliminatoria en el Parc des Princes: Brasil venía de ganarle a Escocia, Croacia y perder con... Marruecos, y Chile que había empatado con Italia, Austria y Camerún, ponía entonces en juego el invicto y la ilusión de ir más lejos de lo que nunca había llegado.

Yo, como recordarán los lectores viejos y memoriosos, me encontraba casualmente en París despuntando crónicas para este mismo diario y charlando animadamente sobre fútbol en la barra de cualquier bistró, beneficio que me daba mi nacionalidad argentina, mi escaso arte para hablar francés y la deliciosa sensación de estar seguro de que en París casi nadie me conoce: cualquiera sabe o recuerda que cuando intento hacer algún comentario sobre fútbol todos los que están cerca mío me piden que me calle, que no invente y que no diga más pavadas.

Al rezo del Angelus del papa Juan Pablo, según me informan, lo siguió un pequeño discurso que comenzó con un saludo para los peregrinos llegados de America Latina y España, dicho en castellano, y poco después habló también de la vuelta al trabajo después de las vacaciones del hemisferio Norte; "con humildad" dijo el Papa que había que actuar, en esa oportunidad.

En Brasil, sin embargo, aún contra la diferencia de horas, la distancia interminable que de a ratos puede parece abolida, y por encima de su inquietud por tener que atravesar quinientos kilómetros de selva a tres mil metros de altura, César Augusto Padula Garcés, piloto con más de diez mil horas de navegación aérea no consideraba las plegarias del Santo Padre y pendiente del resultado de la Selección Nacional introducía en los dispositivos de guía y navegación unos números, que a diferencia de los que publican los políticos, se distinguen unos de otros y determinan el curso y la velocidad del avión en el trayecto que va desde que decola hasta que vuelve a aterrizar.

El partido entre Chile y Brasil había empezado de modo promisorio para los trasandinos, pero la esperanza duró poco; a los diez minutos Brasil abrió el marcador, y ese fue un golpe severo, porque el primer tiempo se cerró con un 3 a 0 para los brasileros, aunque el desequilibrio entre ambas selecciones no reflejaba esta diferencia en el marcador.

El comandante Garcés, en esos momentos tal vez más atento al fútbol que a las plegarias del Obispo de Roma, miró la planilla y leyó "2 7 0", en lo que representa un número de dos decenas, siete unidades y ningún decimal: un rumbo de veintisiete grados pero fallidamente introdujo en la computadora un 270, un total de tres ángulos rectos. Su copiloto, aviador experimentado, varón y brasileño confirmó las coordenadas copiandolas del registro del comandante, tal vez en el mismo momento en que Brasil anotaba su segundo tanto.

Lejos de esas vicisitudes amazónicas yo apuraba mi tercer demí pontificando sobre las virtudes del equipo chileno frente a un incrédulo grupo de parroquianos que acodados en el estaño de un bistró de la rive droite observaban, tal vez con mejor conocimiento de causa, el mismo partido que los aviadores brasileños atendían en Marabá, 400 kilómetros a veintisiete grados loxodrómicos de la ciudad de Belem do Pará, donde ellos creían que estaba su destino.

El Pontífice, en tanto, terminaba su alocución urbi et orbi bendiciendo a todos aquellos que en la plaza, por la radio, o por la televisión se hubieran enterado de su promisorio rezo. En aquel momento yo ignoré eso que supe tiempo después, pero sospecho que habrán sido más los que siguieron las contingencias del choque entre chilenos y brasileños que los que gozaron de las bendiciones papales.

En París, sin embargo, un auvergnes robusto y colorado me ponía peros y contradicciones a mis esperanzas filochilenas, y al recomenzar el segundo tiempo había que ver lo que hacían los brasileños cuando tenían la pelota y cada vez era menos fuerte el argumento de que el primer gol había sido de tiro libre y que no tardaría Chile en retomar la buena senda.

Todo el segundo tiempo duró la navegación en altura de crucero del vuelo 254 de Varig; cuando el piloto estimó que era oportuno empezó con las maniobras de aproximación y pequeña no fue su sorpresa cuando vio que en lugar de la isla que se alza en el estuario del Amazonas y las luces de la ciudad de Belem do Pará, por todas partes donde se indagara se veía la espesa noche de la selva amazónica: a mil kilómetros de Belem estaba y a pesar de todos sus esfuerzos no pudo saber para donde iba.

Tal vez en mi quinta cerveza haya sido que el comandante Garcés ordenó distribuir whisky, vodka y cerveza entre los pasajeros cada vez más inquietos: tres horas estuvo sobrevolando la enigmática selva brasileña hasta que al agotarse el combustible intentó y logró un aterrizaje de emergencia talando árboles de cincuenta metros de altura. Sólo murieron doce de las sesenta personas que iban a bordo y todos pasaron tres días en la selva hasta que el agrimensor Alfonso Saravia reconoció unos mojones e hizo el camino hasta una hacienda desde donde pudieron pedir auxilio.

Los lectores futboleros de Isaías y de Abonizio se preguntarán dónde está la anécdota. A mí me basta recordar que no sería hasta más de diez años después que empezaría a volar sobre la Amazonia llevado por pilotos sudamericanos; y claro, también me queda el recuerdo de esa noche de copas y fútbol en París.

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