CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
-Aquel es, dijo la voz apuntando con un dedo sucio, señalándolo. Sobre la mira de hueso y carne pasaba el pibe dientudo, cabeza baja, de unos doce años más o menos. Ese es el nuevo, el de los marcianos. Quisimos conocerlo y lo llamamos. Se presentó muy seriecito y lo cotejamos como baluarte para nuestro equipo: no daba ni para alcanzapelotas. Esmirriado, lauchesco, con lentes culo de botella, camisa a cuadros y además con tiradores. Le lanzamos una pelota mitad como invitación mitad para sacarnos la curiosidad. La tomó con la rodilla y la devolvió al pie del lanzador. Aquello nos gustó. Nos sentamos al cordón de la vereda. Enseguida sin que medie invitación nos preguntó si creíamos en los marcianos. Su tema favorito. El que lo había detectado, Cornaglia, creo, propuso que nos invitase a su cueva donde tenía, según el pibe, de apellido Casas, un refugio para escapar de los marcianos. Antes la contraseña, propuso en la puerta del pasillo que nos conducía hacia una puertita roja, lastimada por el tiempo. Dijo unas frases que repetimos. ¡Son amigos, abuela!, expuso con naturalidad cuando entramos. Repitió mucho los ademanes de silencio y nos señaló arriba, hacia un cuartito cerrado con candado. Extrajo de una cuerda que le colgaba por debajo de la camisa la llave y abrió encendiendo una luz. Por las malas novelas posteriores supimos que aquello era un ático pero para nosotros no era más que un lavadero adaptado. Un recio olor a orines de gatos nos recibió. Che, ¿No ventilás nunca acá? preguntó Toledo. !No se puede, seguro que van a espiarme los de los platillos y me hacen sonar!, contestó un enfático Casas. Aquello era un caos apilado: una mesa de arquitecto con marcas de haber sido cagada por palomas milenarias, ahora con guano seco, rollos de papel con mapas, un globo terráqueo señalado con redondelitos rojos, paneles de plástico, fotos grisadas de planetas, caras inconfundibles de extaterrestres con ojos de hormigas. Che ¿Y este olor inmundo? alargué yo que no aguantaba más el ácido. Un michifuz negro me contestó de un rincón. Está bajo los efectos del gas paralizante de los extraterrestres, explicó Casas. Toledo se cansó, todos queríamos salir a la luz ¿Este aroma a meo es de tus marcianos también?, y largó la risotada. El pibe lo frenó con un topetazo en la panza. Parecía una ardilla desnutrida revelándose contra un oso. Me causó gracia su enjundia; todos le oímos chillar. ¡No te metas con ellos! ¡Te van a dejar ciego como al gato! ¡O como a la abuela! ¡No los nombrés!, ¿Entendiste? Era advertencia y una afrenta hacia la mole de Toledo. Entrecerré los ojos pensando que lo arrojaría de un sopapo al patio. Tuvo un ataque de risa, en cambio Qué pibe boludo resultaste, farfulló. Y nos invitó a irnos bajando él mismo las escaleras. Cuando nos volvimos, Casas seguía arriba en su torreta con el dedo extendido, acusándonos, advirtiéndonos de algo. Salimos a la calle y se armó un partido enseguida. Como lo habíamos conocido lo olvidamos. Vinieron días de colegio con frío y esa semana anunciaron por canal Cinco que el sábado divulgarían el sitio de la fortuna escondida. Era un juego que consistía en que la firma de vinos Vaschetti, organizaba una búsqueda del tesoro en una calle que era dada a conocer a través de la tele. El afortunado que obtenía la llave accedía a un sorteo por algún premio ínfimo. Podría estar en la caseta de la luz, en un árbol hueco o dentro de un hornero, quien sabe. La gente, sin más que hacer, salía en malón a jugar y encontrar aquella esquiva y pelotuda llave. Lo oímos y saltamos de las sillas. Decían que estaba por 9 de julio, a la vuelta de nuestra casa. Corrimos, ya había una multitud escarbando toda la cuadra. Pasamos por la puerta de calle del pibe Casas y la encontramos abierta. Entramos despaciosamente. En el medio del patio con su gato muerto estaba él, meado íntegramente, temblando de miedo, tartamudeando que habían llegado los marcianos, por eso la gente corría en la vereda. Por eso la abuela estaba desangrándose, acuchillada en el piso de la cocina por los seres. Salió de una pieza un mayor, el padre seguramente, quien nos inquirió qué hacíamos allí, quienes éramos y que nos retiráramos inmediatamente. Era la réplica de su hijo. Pero con un vozarrón tremendo.
Cuando salíamos el tipo ya estaba arriba, en la puerta roja del cuartito y señalándolos nos repetía aquello de que habían venido por fin los dueños de las estrellas y aleluya, alabado sea el Dios de todas las criaturas infernales en sus naves espaciales, liberadas en el barrio para que nos arrepintamos de todos nuestros pecados, ahora y en la hora de nuestra muerte.
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