CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Mi culona epifánica hizo un paseo por el mundo. Metió la mano en los calzoncillos de un hombre. Sacó el caramelo del hombre. Vació el contenido. Lo dejó llenar y lo volvió a vaciar repetidas veces en un ritual de ordeñe y magnolia.
El hombre, entronado en esos jardines fabulosos, se encandilaba en el misterio que alucina y a su vez es real de cabo a rabo. El bien y el mal le entraban y salían por los poros. El hombre intentó ser la misma flor de varón que anhelaba. Pero el hombre, hombre es y lleva consigo el espantoso fenómeno del tiempo, el alma abovedada, las raspaduras del silencio en las encías, la bolsita de alcanfor atada al sexo.
Con el paso de los días el hombre se fue haciendo lloroso, quebradizo, cada vez más pequeño. La epifánica, se cansó de llevarlo en brazos como a un niño enfermo y lo enterró, piadosamente, en el cementerio de los hombres buenos. Él quedó sepultado y en paz en su mundo, abrazado a la almohada silente, soñándose flor de varón en un jardín frágil y verdadero.
La que ayer fuera abeja, hoy magnolia, mañana inesperable, no quiso abandonarlo del todo y cada día toma sol, desnuda, sobre la tumba del muerto. Escucha de vez en cuando el llamado, los agónicos golpecitos en el ataúd y piadosamente abre la urna, le acerca el pezón y lo amamanta hasta que el hombre, saciado, se duerme.
La literatura no es para mí un conjunto de objetos en el mercado: es un acto independiente, te digo cuando nos tomamos un descanso, aclarándote que esas palabras no son mías sino de una lectora blasfema que me conjuga con precisa idoneidad.
Ella y yo coincidimos, con veleidad de gitanas, en que el acto sexual era un tema sorprendentemente raro en la literatura de la ciudad hasta que llegaron mis textos. Refiriéndonos al acto en sí, al placer sexual concreto, no sus preludios y las recurrentes melancolías lujuriosas. Vos estás convencido de que la lectora blasfema y yo somos una misma persona y no lo desmiento porque tampoco puedo exigirte que razones como una magnolia.
A determinada hora del día, entre las cuatro paredes que nos esconden, podemos decirnos muchas cosas porque somos los dueños del mundo. Vos sos el hombre que quisieras ser durante las veinticuatro horas y yo me erijo, impudorosa, como la lectora avezada a quien nadie engaña con un puñado de hojas bien impresas.
Soberbia y triunfal, con tu cerebro rígido y alargado martillando entre mis piernas, me corono como la narradora que huye de las doradas letras.
A la hora de descansar de las labores que nos colocan en el mismo terreno de los otros, vos hablás de vos como si fueras un sueño. Del mismo modo, cuando tomo la palabra, mientras estás allí, acechándome con tu implacable hocico de vampiro, me vanaglorio de mis pequeñas proezas, y te digo que, según mi lectora, hasta que llegaron mis textos, a las enormes montañas de senos y nalgas, les hacía falta un pene: el tuyo.
Encantado por un protagonismo tan subliminal me das de comer el aro de plata, sabiendo que de ese acto espontáneo nacerán imágenes que me harán escribir sobre anos que florecen como claveles verdes.
La culona azarosa no concibe que la realidad perdure en el tiempo. Su percepción del horizonte no es una línea sino la humareda de un cigarro medio apagado. Semejante a las flores que pueblan los jardines y los cementerios, de sus palabras aflora un olor primordial, un susurro agónico pero exacto, como si el lenguaje fuera un resabio del crepúsculo.
Esta culona no es un ser oscuro y apocado, sino inverso. Ella se dedica a los juegos de azar para labrarse un destino a la medida del misterio. No tiene por qué separar las anfisbenas verdaderas de las imaginarias, porque ella misma no tiene claro si es verdadera o imaginaria.
La misma noche en que una semilla de amor cae entre sus labios y se ahoga para digerir el nutrimento, puede ceder con sorpresiva premura a un pudor de cenicienta. Su sexo desmedido es un prodigio humano y animal.
Con su armadura vulnerable es capaz de cruzar las amenazantes cumbres de la noche y temblar desnuda allí donde el miedo no podría. Lo femenino, intacto, surge en ella como un hilo de seda que hilvana el regocijo. Pero a su vez, semejante feminidad la aleja un poco del mundo femenino, como los grandes poetas se alejan de los libros.
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