CONTRATAPA
Jaqueline, el ángel del rock
› Por Por Ivanna Martin
Jaqueline Santillán era de esos seres que, definitivamente, son necesarios. De esas almas generosas que irradian un abanico de las mejores cualidades que alguien pueda tener. Transitaba entusiasta sus 29 años, pero la fuerza y el empuje de los que era dueña hacían que pareciera una adolescente rebelde empecinada por llegar a una meta. Su vida era toda por y para los demás. Hace unos años fue con su mayor sueño a una radio de la Capital Federal. Quería hacer un programa de rock para unir a músicos y público en una causa común: la solidaridad. Al principio la miraron con desconfianza, pero su perseverancia y convicción hicieron que finalmente Jakie tuviera su propio programa. Un viaje a las puertas del rock, así lo bautizó.
Desde la radio, generó un movimiento inédito entre las bandas. Movilizada por su gran corazón y conmovida por los padecimientos de los más débiles, organizó recitales para ayudar a los internos del Hospital Borda y a hogares de niños carecientes. Luego, desde su espacio radiofónico, contaba orgullosa los logros cosechados. "Dedico este programa a los chicos pobres, a los que no tienen techo, a todos los desamparados y necesitados", repetía al aire. Y, por si quedara alguna duda sobre su firme persona, agregaba: "Jamás dedicaría este programa a los choros, a los delincuentes de guantes blancos, a los responsables de que haya tanta injusticia y gente en la calle". Jaqueline sabía bien de lo que hablaba. Porque hablaba desde el abismo del dolor. Su hermano había muerto a manos de una patota hace poco más de dos años, cuando apenas tenía 15. Jakie sabía del espanto, de la sombra del horror. Y desde allí se hacía fuerte para seguir adelante y pelear hasta el final.
De espíritu sumamente generoso, fue distinguida por la Fundación Germán Sopeña y la Asociación Civil Gota en el Mar. Fue el valioso y merecido premio a su constante amor por el prójimo, a su compromiso ejemplar.
Conocí a Jaqueline en medio de la algarabía de una gran fiesta. Bajita y menuda, se acercó a conversar conmigo en una primera charla que duró pocos minutos pero que bastó para que sintiera que nuestras almas, de alguna manera inexplicable, ya se conocían.
Me habló de sus sueños, del amor, de la alegría, de cuántas ganas le ponía a la vida a cada segundo. Igual, las palabras no hacían falta. Su gracia y simpatía, la esperanza marcada a fuego en su profunda mirada, ya hablaban por sí mismas de la inmensa fuerza en erupción que tenía dentro suyo. En Jaqueline latía un valiente sentido por la vida.
La última vez que la vi fue en Buenos Aires. Volvimos a charlar de nuestras metas, de las ganas de ser y de hacer. Nos pusimos al día sobre lo que ocurría con este feliz ensayo de la solidaridad rockera. Ella, exultante, abría los ojos grandes y sonreía. Sonrisa impecable, amiga. Mirada transparente. Su don de dar. Me contó de un recital que había organizado a beneficio del Borda con la actuación del grupo Callejeros. Estaba súper contenta por sus conquistas. Le prometí abordar su caravana generosa y colaborar para que músicos de Córdoba, donde vivo, se hicieran eco de su iniciativa. Se entusiasmó al segundo. Sus ojos brillaron aún más y, con gratitud sincera, me dijo algo que jamás podré olvidar y que hoy conservo en lo más profundo de mi corazón.
Brotaban los primeros días de noviembre pasado. Acordamos unirnos en la cruzada rockera, a la distancia. Quedamos en que le enviaría e mails con algunos nombres de bandas como Los Navarros y otras que estaban interesadas en hacer recitales a beneficio en mi ciudad. Que nos llamaríamos. Que estaríamos, más que nunca, en contacto. El año culminaba pero podíamos largar con fuerza apenas comenzado este 2005. Fue la última vez que la vi. Y no hubo tiempo para concretar nuestro compromiso.
Tan sólo un puñado de días después fue al boliche de Once para agradecerles a los Callejeros por colaborar en su causa solidaria. Llevaba en la mano un impecable ejemplar de su primer libro, Acunando almas, en el que reconstruyó las historias de víctimas del gatillo fácil y de otros tipos de violencia como la sufrida por su propio hermano. El orgulloso fruto de una noble labor, plasmado en aquellas hojas que fueron consumidas por las llamas. Allí, a metros del escenario, comenzó su trágico final al igual que el de otras casi 200 personas. La tragedia de Cromañón truncó sus sueños, borró para siempre su sonrisa, arrasó injustamente sus alas. La vida de esta "pequeña gran mujer" (como la define su mamá del corazón, María Teresa Schnack) se apagó en el Hospital de Clínicas el 31 de diciembre. Paradójicamente, en el mismo lugar en donde 29 años antes había nacido.
Jaqueline era, insisto, de esas personas que son necesarias. Para contagiar esperanza, metas, anhelos. Para volar alto, hacerse amor por el otro. Quienes la conocimos, sumidos en una angustia indeleble, nos permitimos ahora pensar que Jakie flaqueó intentando poner a salvo a otros en medio del incendio. Ese era su motor. Auténtico, poderoso. Ayudar. Todavía me resisto a creer que ya no está por una muerte tan absurda como injusta. Matías (7) y Melanie (3) ya no saben de sus mimos. Y en mi interior conservo lo haré por siempre como el más valioso secreto lo que me dijo aquella noche, llena de vida fecunda, cuando nos encontramos sin saber que sería la última vez.