CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A "Balazo" Renzi
En aquel tiempo era un muchacho delgado, tímido y desgarbado que pretendía -sin éxito- pasar desapercibido. En las reuniones estaba siempre en silencio, como si fuera mudo, pero apenas abría la boca para insertar una broma a guisa de bocadillo, ésta se convertía en un misil que daba en el blanco, porque aún la más inocente de sus intervenciones adquiría un carácter de crítica que la hacia aguda, frente a las conversaciones romas e insulsas del resto.
En el curso de una reunión danzante -como eufemísticamente se nombraba a los bailes- podía pasar invisible, ya que se negaba a bailar, sistemáticamente, aduciendo que no sabía. Pero quienes lo conocían bien aseguraban que tomaba esta actitud para estudiar las reacciones que los demás ofrecían a la sociedad cuando se soltaban al ritmo más que relajado de la música de moda. En su mesa del bar del club, donde lo más chicos nos arrimábamos tan sólo para festejar sus chuscadas, sus ironías filosas dichas con esa cara simple de chacarero (que era lo que había sido hasta hacia muy poco) es decir una cara como de asombro, pero de un asombro que ya era un rictus de costumbre en él, nunca estaba sólo.
Cuando tenía público (en especial un público entusiasta, que era casi como su cohorte personal) se ponía más fino y más lúcido, allí desgranaba sus humoradas ácidas para que esa media docena de adolescentes incondicionales le festejáramos todo, hasta los gestos cómicos que armaba casi sin mover las cejas, frunciéndolas en una levedad que sólo nosotros éramos capaces de interpretar y que dejaba más al descubierto al blanco de ese día, quien sería algún atribulado y arrepentido que lo habría querido contradecir o -lo que es peor- tomándole un poco el pelo, intentar revertir ese papel de tonto que hacía desde mucho tiempo, horas a veces, sometido a la inplacabilidad de su saña.
Y cuando entraba a la cancha, con las medias caídas, la camiseta afuera, el pantalón descolorido y su caminar cansino, con la impresión que un pie no podía moverse si el otro no lo autorizaba, todos sonreíamos felices.
El solamente corría en los clásicos -me asegura Osvaldo Gago- pero no estoy seguro que él, Juan, alguna vez corriera, que se dignara tomar velocidad con ese cuerpo bastante flaco, por otra parte, donde los huesos parecían navegar en un pequeño arroyo de aguas revueltas, como tratando de reacomodarse entre esas piedras gastadas por la corriente de todos sus años. Hasta que no tocara una pelota podría parecer que su puesto estaba cubierto allí por una convención, ya que el equipo se debe completar de cualquier modo. Pero cuando la tenía dominada, muerta y enamorada sobre su empeine, el mundo cambiaba de forma, todas las estrellas se cambiaban de lugar y los ríos detenían su curso.
Era como una sinfonía que no había sido escrita, pero ante sus desplantes hecho a los adversarios sonaba como una orquesta cuya partitura leía sin cesar en el aire.
A partir de allí, se jugaba el partido donde él estaba, lo demás (es decir todo el equipo adversario) dejaba de tener sentido aunque luego el partido se perdiera por alguna contingencia. Ese día los astros habían brillado ante su sola constelación y su única batuta. Con el tiempo su fama se fue extendiendo y podía jugar en los cinco puestos de la delantera de entonces, pero mi memoria lo planta en su número ocho en la espalda, haciendo de nexo, jugando un poco retrasado, no porque se lo imponía la responsabilidad de su puesto sino su propia pereza.
Con el tiempo hasta los adversarios empezaron a encariñarse con su delicada gambetas primero y luego ese muchacho de apariencia simple, de gestos humildes que de vez en cuando podía exhibir un inesperado gesto que lo acercaba a una acción despiadada. Pero no siempre era así.
Y tal vez todo dependiera de su humor cambiante de depresivo crónico, o de la inspiración del momento y allí sí, uno que lo conocía un poco sabía que podía estirar el límite de la habilidad hasta la humillación de los pobres desdichados que se le pusieran enfrente y hubiesen pretendido golpearlo, a cometer alguna mala intervención con ese cuerpo desgarbado y cansino, esas piernas que los dioses habían dotado de una coordinación con su mente que lo podía convertir en alguien parecido al genio que siempre admiramos en otro.
Algunas muchachas (la expresión es anacrónica) casaderas gustaron de él y hasta es plausible suponer que tuvieron cierto grado de enamoramiento. Pero él no dio un paso para entrar a esas fortalezas con las puertas bien bajas.
El lo sabrá a estas alturas, no sé.
Y un día se fue.
Un día gris, de llovizna, sin decir nada a nadie sin equipaje, se fue con lo puesto. No saludó a nadie tal vez para no prometer volver.
Cosa que no hizo hasta hoy, Se resistió a todos los acercamientos que han hecho sus amigos para traerlo al pueblo.
Cada uno sabrá sus cosas, allá él.
Pero sería bueno que los pibes que se criaron oyendo sus anécdotas antes de empezar a ser leyenda lo conocieran.
Y comprendieran por fin que Juan es de carne y hueso, que un día nos hizo muy, pero muy felices.
Como cuando dirigía con una de sus piernas imbatibles la pelota contra ese ángulo esquivo y la clavaba directamente en la red, que se quedaba temblando en el fondo de nuestras retinas.
Y allí están para siempre "esas muchas veces" que batió la valla del adversario casual, que ese día ponía su pobre humanidad bajo el implacable golpe de genio de Juan.
El mismo que se quedó sin volver.
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