CONTRATAPA
› Por Por Miriam Cairo
Mi novia era marxista. Se llamaba Laura y era mi novia a pesar de que mi madre tuviera un pequeño negocio y una empleada y por consiguiente perteneciera a la patronal. Ella hacía el amor como cualquier muchacha pero su sueño no era tener un hijo sino poner una bomba en la Casa Rosada. Yo escribía versos y era de una izquierda más discreta. Por ellos se había enamorado de mí y no por la tibieza de mis ideas políticas. Por entonces publicaba una modesta revista en offset y mis amigos eran también mis colaboradores. Fueron ellos quienes trajeron a Laura, otra muchacha. Laura se me convirtió en imprescindible porque sabía escribir a máquina, conocía todos los barrios de San Nicolás para distribuir la revista y preparaba a punto la témpera blanca para borrar los bordes en el armado. Con un pincel fino seguía el recorrido de los cortes como un caracol: lenta y suave. Yo trabajaba todo el día con Laura y luego me iba a hacer el amor con mi novia. A veces, ella nos acompañaba hasta el hotel barato donde éramos habituales concurrentes. Ultimábamos detalles del trabajo a realizar a pesar de la urgencia de mi novia porque nos metiéramos en la cama y luego se marchaba a sus caminatas sin rumbo.
Era bueno que ambas se llamaran igual porque cuando las nombraba siempre respondían. Aun cuando llamaba a una pensando en la otra. Aun cuando besaba a una queriendo besar a la otra.
Las noches que no teníamos dinero para pagar el cuarto de hotel, entre los tres preparábamos engrudo con harina, agua y una porción de yeso para pegar volantes de mis publicaciones, poemas de Gelman y panfletos marxistas. Recorríamos todo la ciudad desde el cementerio hasta la rotonda. No se nos ocurría otro modo de gozar la reciente democracia. Nos hacía sentir victoriosos que la policía nos rondara sin ningún poder: éramos ciudadanos libres, teníamos derecho a caminar de noche por las calles, a usar engrudo, a leer a Gelman, a creer en Marx y a escribir versos en una revista subterránea.
Laura se adueñó de la contratapa para tratar temas que por entonces nadie comprendía. Ella se interesaba por el aguaráguazú, los residuos en el parque, la tala de montes o la contaminación de los ríos. Ella hablaba de todo ello con la misma pasión que Laura lo hacía del Che.
Ese estar atenta a algo tan primario, tan obvio que nadie prestaba atención, a mí me conmovía. Yo la veía gozar de la lluvia azul, intermitente de los jacarandaes como de un beso. A veces me llevaba a caminar por la avenida donde éstos se prolongaban, uno tras otro hasta el río, y me hacía andar con la cara hacia el cielo para que de vez en cuando una flor me golpeara la frente, me emborrachara las mejillas.
Después la dejaba sola en el parque San Martín y me iba a buscar a Laura para hacerle el amor como la guerra y no responderle cuando me preguntaba por aquel perfume.
Llegué a amar a ambas. Necesité sus extremos. Mi cuerpo y mis emociones oscilaron de una a otra sin poder prescindir de ninguna. Sus antípodas me compensaban.
Por aquella época, los jóvenes soñábamos con ir al sur como con un cambio de piel. Estábamos convencidos de que el futuro estaba en la patagonia. Y a mí me hacía falta tomar distancia de las mujeres que amaba. Me fui con la promesa (débil) de llevar a mi novia en cuanto me estableciera. Partí con escasa ropa, el pasaje y dinero para una semana.
Pronto supe que el porvenir no tenía residencia fija en el sur. Conseguí unos trabajos temporarios diez días después de haber llegado. Aprendí a comer sólo de noche para poder conciliar el sueño. De día el hambre era tolerable pero al anochecer, multiplicaba el frío, sostenía el insomnio.
Destiné el dinero del almuerzo para enviarle cartas a Laura. De esa manera sacié el otro apetito, el de su gesto calmo y sus manos blancas de caracol recorriendo mi poesía subterránea.
La soledad y el clima me hicieron escribir versos torrenciales que envié a Laura. Me quedaba sin aliento día tras día hasta que su respuesta llegaba con una flor seca de jacarandá. Ella me describía los brotes del ceibal o como el río crecía o se secaba y todo su silencio era mi más grande compañía. Pronto me olvidé de hacer el amor con cualquier muchacha que quisiera poner bombas en la Casa Rosada e imaginé con frenesí la calma de la mujer caracol bajo mi boca.
Hasta que una vez apareció mi novia con un abrigo enorme. Furiosa. Me reprochó la indiferencia y el olvido. Pero al comprobar que mis condiciones de vida no eran las ideales (bastante lejos de ello estaban) perdonó mi silencio. Nos amamos por el tiempo que pasó y por el que vendría. Yo no sabía que boca besaba pero repetí su nombre hasta en sueños para confirmarla. No por la distancia sino por el olvido, yo ya no reconocía sus senos, ni su vientre, ni el sabor de su sal. Hasta que se marchó exigiéndome que la tuviera en mis recuerdos.
En las cartas que le escribía a Laura le describí las noches eternas, la ría, el escaso sol. Le conté sobre el viento y la escarcha. En una oportunidad le envié una extensa misiva en la que le narraba las desventuras de un ping_ino extraviado que apareció una mañana en la ciudad buscando un sitio donde refugiarse. Le hice un detalle pormenorizado de los intentos y fracasos del animal. Yo mismo fui ese ping_ino.
En respuesta ella me escribió versos sobre las torcazas que dejaban turbia el agua de las fuentes, al beber, desde que me había marchado. Dijo que el pino mayor de la plaza del centro se estiraba para enviarme mensajes con las borrascas. Me contó historias de soledad sobre camalotes erráticos e historias de amor sobre las enredaderas que trepaban las barrancas para alcanzarme.
Entonces le escribí para decirle claramente que la amaba. Que la necesitaba en este territorio escarchado. Que estaba incluida en mis proyectos. Su respuesta no llegó nunca. Prefirió su paisaje. Acaso su existencia de caracol estaba enraizada junto al río y bajo los jacarandaes. Acaso el viento del sur la maltratase. El aguaráguazú vive en zonas cálidas y los ping_inos, en zonas heladas.
Cuando ya no me quedó viva una sola esperanza de que viniera a mi
encuentro, recordé a mi novia. Para deshacerme de la ausencia de una, apelé al recuerdo de la otra. Rememoré las noches en el hotel barato y la visita frenética que me hiciera. Aunque su rostro se me desdibujaba y su perfume era otro, me empeñé en decirme que ella era mi Laura, la que ponía bombas como un caracol furioso. Le escribí una extensa carta para confesarle que me sentía solo y pensaba en ella. Pero ya había pasado demasiado tiempo y Laura se había enamorado de alguien que también soñaba con volar la Casa Rosada. Supe que las palabras dichas a destiempo son peores que el silencio.
Sin mujer, aunque con trabajo estable y algunos amigos, empecé a frecuentar un bar donde leía mis poemas sobre muchachas guerreras y muchachas protectoras de árboles.
Una noche se me acercó una joven con libros y poemas recién escritos. Apenas la vi sentí rechazo. Desconfié de ella y de su nombre. Temí que al llamarla me hiciera morir de amor y me abandonara. No escuché lo que intentaba decirme porque sólo pensaba en defenderme del perfume azul de sus ojos. Hasta que por fin alguien la nombró y supe que ella era la única muchacha que podía llamarse Ofelia.
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