Lun 04.05.2009
rosario

CONTRATAPA

Todo sobre Ulises

› Por Sonia Catela

Se ignora qué gen malhadado vino a plantarse en mi mapa de taras hereditarias. Adolezco de una peculiar y rarísima anomalía. Simplificando, a nivel vulgar se la designa "canto de sirena".

En aquel debut inocente, a tan temprana edad, durante ese recital doméstico de presagios, tía Rebeca me vaticinó una triunfal carrera lírica hacia la que me dirigiría como a un faro. De rulos y enfundada en trajecito blanco, inicié mi aria; mientras mis escalas subían, prima Lelia comprobaba el mismo movimiento en cierta zona conflictiva del pantalón de su esposo Cornelio; veía caérsele una baba de perro rabioso, desabrocharse el lugar innombrable y abalanzarse hacia mí, que tanto me había resistido a una actuación pública, pese a no contar con antecedentes de los efectos colaterales que podía desencadenar mi canto. "Nena, no mires" recomendó mamá arrastrándome en movimiento centrífugo e intentando tapar mis ojos, mientras otros familiares sujetaban a la perforadora humana y ocultaban su espectáculo de indecoros, show que amainó cuando cosieron al autor al sofá y lo encamisaron en una sábana. Tío fue condenado a destierro perpetuo de nuestra casa y el "degenerado" (como pasó a denominarlo su hermana Rebeca) debió ingerir medicamentos y moralizaciones durante el resto de su vida. Ninguno de los presentes mencionó la posible relación causal entre mis gorjeos y el síndrome sísmico desatado. Pero en mamá sí viboreó el reptil de la suspicacia. Con sospechas se lamentó: "Ay, nena" y escrutó a mi padre como a un paisaje desconocido. Y no se aguantó el quedarse en la incierta frontera de las hipótesis: planeó un test cuya premeditación enmascaró con tonos de casualidad. "Ay, nena", repite esta noche en que el núcleo reducido de la familia se sienta frente a la mesa, (abuela en misa, mi hermana en ensayo de la velada danzante de su acto de fin de curso, tía Rebeca puntual asistente a clases de declamación), "Cómo me gustaría que nos cantaras el "Ave María" de Schubert, hace tanto que no lo escuchamos". Mi inconsciente bombeó un escalofrío indescifrable para aquéllos, mis inocentes trece años. "¿Sí, mamá? Claro, mamá". Me incorporé, acomodé mi falda tableada dispuesta a largar mi primer gorgorito, y antes de que el sonido se consumara, tanto mi madre como yo advertimos un movimiento en territorio paterno: las manos de papá se dirigieron velozmente a sus orejas y se retiraron como en un flash de imaginación. Canté. La mirada de mi progenitor se mantuvo plácida, sus manos ligeramente superpuestas sobre la mesa, un aplausito al final. Ambas féminas disimulamos cuando él se quitó los eficaces tapones de oídos. Por entonces yo ignoraba todo sobre Ulises. Pero la jefa de hogar se consideró provista de pruebas incontrovertibles y decidió que mi destino requería un cambio de orientación pedagógica. Me inscribió en otro colegio, la gineceica Escuela de Mujeres de Rosario, donde las clases de música eran tan buenas como asexuadas; todas sopranos, tenores ausentes. El médico de la familia, seguramente bajo una influencia espuria y maternal, diagnosticó un irreversible problema en mis cuerdas vocales que aconsejaba el abandono del canto. Dos o tres intentos de mi obstinación bajo mi cuenta y riesgo desembocaron en la consumación del peligro y advertí cuánto y qué pasaba al desatar mis efluvios sonoros. Más tarde me interné en la lectura de cierta versión simplificada de la Odisea, me enteré del recurso de Ulises, tomé conciencia de las precauciones de papá y renuncié definitivamente a mi vocación. Alto costo. Sin embargo derivó en algunas compensaciones. Ejerzo mis aptitudes ocasionalmente y de manera privada, en dosis harto medidas. Cuando apetezco algo de un hombre y éste me desdeña, y, si hallo que no me queda otro recurso, mientras tomamos el café de segura despedida, con el que pretende consolarme antes de la ruptura, finjo que quiero quitarle una hebra o basurita de la cabeza, me le acerco y le canto. Suavemente. Al oído.

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