Mié 06.05.2009
rosario

CONTRATAPA

El jardín argentino

› Por Gloria Lenardon

Que nada moleste ni altere lo que el hombre ha unido. Porque las plantas en esa ventana corren peligro, no sólo por el color bien definido y vivo, demasiado vivo para una ventana que da al sur, sino por la tentación irresistible de llevarse un gajito a ver si prende en casa.

En realidad no es un balcón, es apenas el antepecho de una ventana de planta baja que ilumina solita y sola un monoambiente. Pero sirve para que Romero (tiene que llamarse así, no se me ocurre un nombre más apropiado, su persona es igual a la de una planta aromática, se nota enseguida. Es un hombre bajo, anda cerca de los cincuenta, es muy movedizo y del todo pendiente de si se fijan en él o no) arme su jardín poniendo expectativa y mucha dedicación.

Recién llegado del trabajo todavía conservaba su equipo de batalla, pantalón y camisa muy cuidados con los que seguramente trató de convencer sobre el beneficio de algún producto a algún comerciante de Rosario. Flaco y acelerado, salió del departamento con un rociador en la mano, mientras le preguntaba por su jardín hizo una demostración de cómo lo trabaja, roció las plantas de las macetas con delicadeza, demorándose, sonreía tiernamente como si recién terminara de plantarlas. Me habló con seriedad: nunca cometa el error de poner mucha agua en la maceta, solamente un poco por la mañana, después use el rociador. Cada vez que vuelvo del trabajo las rocío, la tardecita es ideal, ya ve el resultado.

-¿No le tapan el aire? -dije mirando las hojas lanceoladas que avanzaban tenaces hacia la vereda, nacían en dos macetas idénticas y crecían al mismo ritmo afortunado.

-Tapan visión. Mi vieja y mi novia se quejan- se encogió de hombros.

Habría que verlas, juntas o separadas, tratando de echar un vistazo a la calle y encontrarse con ese muro de hojas. La madre magra, brazos flacos y una cara angulosa, según informa la nariz de Romero: una ramita quebrada entre los pómulos (para seguir en la línea de la botánica) en un óvalo atractivo; para compensar, una novia gordita, pelo rizado y resistente, de gran crecimiento como las plantas de las macetas. O madre y novia serán casi idénticas por ese afán que tiene Romero por la repetición. Hay que tener en cuenta el jardín: dos macetas iguales en el centro, dos iguales para los extremos y otras dos también iguales que se alternan entre las del centro y los extremos. Una simetría rigurosa, una alineación perfecta, en el jardincito brilla el amor obsesivo por el detalle.

Me dieron ganas de regalarle una maceta, de tentarlo con alguna planta irresistible para escucharlo decir ?Bien, bien, gracias... pero en este espacio... ¡De ninguna manera!? y verlo levantar y volver a colocar en su lugar, sin deslizarla ni un milímetro, su maceta con la mancha en la panza, seguro para colocarla ligeramente hacia la derecha, tal cual la puso la primera vez.

Truman Capote no se obsesionaba por las plantas pero sí por los animales, se desesperó cuando perdió a Lola, cuando su cuervo se cayó del balcón y fue a parar al camión que pasaba en ese momento por el número 33 de la vía Margutta -¡Tanta coincidencia!- cuando vivía en Roma. Roma se llevó a su cuervo, se lo llevó para siempre en medio del escándalo del tránsito de esa mañana, después de la confianza mutua que tanto a Capote como a Lola les costó tanto consolidar, de que a Lola le crecieran el cuerpo y las alas hasta parecerse a un pollo, de que fuera jinete del bulldog, después de haber terminado su baño en el plato de plata y mientras dormitaba de placer, ¡justo ese gatazo para trastabillar así! Capote se desesperó.

Si me llevan alguna planta me desespero.

-¡Cómo se criaron!- le digo.

-¿Y qué le parece que puedo criar aquí? -señaló con la cabeza el monoambiente. Como yo miraba las plantas sin precaución le marqué a Romero un yuyito en la maceta del centro, era apenas una hojita de hierba mala que despuntaba. ¡Qué vista!, dijo, pero no la tocó, me parecía que sufría pero trataba de hacerse el desentendido. Movió su reloj. Yo anoté algo en una hoja.

Detrás de la puerta de ingreso se despidió por segunda vez agitando el rociador (la primera vez había estado conmigo demasiado seco), tuve la impresión de que me llegaba agua fría. "Ya me saco el yuyo de encima", me gritó -¡Adiós!

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