CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Salían a apostar por pares o nones, según las patentes de los autos que pasaban, en esa ruta de dos puntas: Norte, Salta; en el extremo opuesto, la capital del mundo, Buenos Aires. Se ubicaban frente a la cabina de peaje, donde cada vehículo caía en el corral de la fila y, en tanto era atendido, cantaba repetidas veces su número, dándoles tiempo para cebarse un mate, o fumar un cigarrillo. Armando, Raúl, Luli. Cuando Armando perdió por primera vez, a los doce apenas cumplidos, le tocó ir a destapar una tumba recién cavada en el cementerio donde los féretros aún venían sin soldaduras, y cortarle un mechón de cabellos al difunto.
La prenda también incluía remitírselo a la viuda por correo (la viuda denunció, la policía rejuntó nombres de indeseables y la acusación cayó sobre la testa de un tal Rosales). Porque como los jugadores no tenían objetos ni divisas para colocar en el tapete, ponían en disputa actos temerarios y honras. Una ruleta accesible en un poblado cataléptico.
Ciertas tardes, preferían instalarse en la rotonda de entrada al poblado y era el hipódromo veloz, donde cuando uno de los tres ya descontaba su triunfo, de la retaguardia se disparaba un conductor osado y hacía saltar la cifra ganadora al traspasar en maniobra prohibida al lento camión que llevaba hacienda hacia el matadero, o al ómnibus local, y despojaba legítimamente de su triunfo al que se había jugado por el rezagado. Pero las apuestas apuntaron luego un escalón por encima del riesgo de perder temporalmente la libertad. Raúl tuvo que dirigirle piropos insultantes y agravios a la petulante hija del propietario de la fábrica de acumuladores, la única fuente laboral de los pocos ocupados del caserío, y puso en peligro el puesto de su propio padre. Una semana después, Lucrecia Otaño logró que ese despido se concretase.
Estaban aburridos.
Sin embargo, Raúl cobró conciencia de qué ponía en danza cuando abría la boca para decir "2", o "5". "Maldito pueblo, maldita bruja oligarcona" coincidieron. Cuando a Luli le tocó circuncidar a Chicho, su perro, tomó todas las precauciones indicadas por el veterinario que se arrimaba quincenalmente a Villa Ana. El perro sobrevivió y Luli decidió que suspendería su participacion en esa ruleta rusa diaria. Pero no lo hizo.
El tedio.
Las prendas se fijaban de antemano por simple mayoría de votos, y subieron de tono. Ya andaban por los dieciséis años al momento en que la provincia cerró el bachillerato que funcionaba experimentalmente en el pueblo, trasladándolo a Rafaela, 170 km y doce pesos diarios de distancia. Ninguno terminó el quinto año.
Ahora les costaba elucubrar, como pago de la apuesta perdidosa, algo que los sacara de esa monotonía.
"El que pierda hoy, hace dedo y se va hasta el final, sin vuelta", propuso Armando. Voto secreto. Unánime aceptación. Se instalaron ante la cabina de peaje para que no quedaran dudas del número de la patente (a veces borroso; un ocho que parece un tres). Armando y Raúl pusieron su destino en manos de los pares. Luli optó por el bando contrario. Eligió mal. Los otros lo vieron subirse a un camión que apuntaba al sur. Se saludaron como si fueran a verse la mañana siguiente. Nunca más lo hicieron. La próxima tarde, le tocó a Armando el turno de marcharse. Al tercer día, Raúl cayó a la ruta a jugar solo. Apostó a impares. Si erraba, emprendería la partida definitiva. El cuatro de la chapa lo derrotó. Se puso de pie en la banquina, cerró la mano, pulgar hacia su derecha, pero una cobardía inexplicable viró sus pies y los enfiló a la puerta de tablas verdes de su casa. "Quizá los tres queríamos perder", se dijo. Pero entonces ¿por qué no se animó él al despegue?
De ahí en más se dedicó a pasar las tardes muertas en el bar Avenida, salvo que le hubiera surgido una changa.
Sus hijos adolescentes acuden a diario a la ruta y repiten el juego. Alguno de los tres terminará soplado a la nada desde esta nada. Cuando Raúl se entere, tendrá que alegrarse. Se le destrozará el corazón.
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