CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio y Eduardo Van Der Koy
Un clásico en la tierra seca
Por Adrián Abonizio
El micro que me trajo hasta Olavarría no se apiadó de mi cansancio y falta de sueño: se detenía con sólo ver un tero en la banquina. Más que lechero parecía una vaca en sí misma, pero con olor a diesel y perfume de chatarra. Por ende arribé al hotel hecho una piltrafa con el sólo anhelo de tomar café caliente. El aposento se me antojó Base Marambio a estas alturas. Ya era pasado el mediodía y nadie me aseguraba poder ver el partido: que no había codificado, que la tevé andaba mal, que no sabían que se estaba disputando un clásico en algún lado. -Puse a Caraglio en el Gran DT, se apiadó el conserje y llamó para pedir la señal. A estas alturas, faltando cinco minutos para el comienzo, miraba mi tableta de clonazepán con cariño. Cerca, desde una Iglesia Adventista se oía la voz inconfundible de Fabrri anunciando las formaciones. Pensé en congregarme. Mis nervios eran totales. Un pibe jugaba con otros al básket: por aquí el fútbol constituye una rareza. El Chino Correa, mi amigo, me aconsejó en un buen augurio no gritar por la afonía que me iba a impedir actuar por la noche. Emocionado por su fe me sumergí en la habitación justo con la avalancha de papelitos auriazules. En la mesita de luz mis cábalas, objetos personales que me acompañan transpiraban solas. De pronto las lavanderas que tenían su cuarto contiguo al mío chillaron a la vez: se había cortado la luz. Salí a la calle: un sol tenue, otoñal caía con pereza sobre la ciudad indiferente a mi angustia. En la otra cuadra había electricidad. ¿Y si toco el timbre en alguna casa donde estén viendo tevé y les pido, cual mendicante, asilo, comida y un sillón para ver mi Clásico? El conserje me llamaba: ¡Volvió la luz! Me gritaba. Me dio un termo con mate para que mi síndrome de abstinencia no me hiciera, cual Charly, destruirle el hotel. La televisión mostraba sonido pero no imágenes: pensé inmediatamente en los mufas, en los interminables fierros, en los piedrazos que deberían estar sentaditos en el Gigante y mi presión aumentó. Ni los quise nombrar mentalmente para ni llamar a los hados de la mala fortuna. Propongo, eso sí, un detector calórico -el mismo que mide la fiebre en las terminales de aeropuertos a raíz de las fiebre porcina- en nuestra cancha. Claro que subiría hasta estallar con la sola presencia del Vasco, por su calentura permanente y su locuacidad ígnea, su verborragia impúdica, su grosería, su descortesía que no es sino, llanamente, falta de carácter. Evité pensar en él, pero justo llegó el gol del Conejito Fórmica, así que me concentré en la fortaleza del Kily, en las manos de Broun, en la nobleza de Méndez y en la inteligencia exquisita de Russo, con su elegancia a pesar del naufragio que se avecinaba. La cabeza prodigiosa de Zelaya me devolvió el alma al cuerpo, el conserje me recambió el agua caliente y me extendió un cigarrillo. -A Caraglio se lo comió la marca, se lamentó por su Gran DT invalidado.
Le ofrecí las gracias, recogí mis amuletos y salí a la calle, al cielo gris y ausente de Olavarría que ignoraba que a 500 kilómetros de aquí una ciudad se eclipsaba en el empate, premio consuelo histórico de estas batallas, donde últimamente no gana el mejor, sino el que equivoca menos. Casi como un premio a esta tierra reseca y a mi suerte -nos podía haber ido peor- empezó a garuar.
Ni depresivo ni eufórico me fui al recital, sin ensayar, colgado del promedio y rogando para que al menos, esa noche, con alguna canción no compuesta en el 71, sino más actual, lograra salir a un escenario más despejado y más feliz.
La gloria es otra cosa
Por Eduardo Van Der Koy
No puedo tener en la boca ningún sabor a gloria. Sólo me produce un permanente burbujeo en el ánimo la imagen de esa pelota en el aire lanzada por la frescura de Formica que terminó clavada como un punzón en el ángulo canalla. Pocas cosas más parecidas a ese instante sublime, a ese ángulo, a ese mismo arco del estadio de Central, que aquella pincelada de la zurda de Mario Zanabria, en 1974, cuando ganamos el campeonato en el predio de Arroyito. Belleza pura de los dos.
Insisto: fue un instante sublime y lo sigo disfrutando. Pero la gloria es otra cosa. También se construye con la pelota rodando, con la templanza del espíritu, con el sacrificio que mostraron ayer los jugadores de Newell's. Pero siempre hace falta siquiera un roce de épica. Para hacer historia. Una historia que es preciso conservar además fuera de la cancha para crecer en grandeza, en responsabilidad, en respeto. Para ocupar el lugar que Newell's tiene, sobre todo, Central también en la vida de Rosario, la gran ciudad.
Faltó ese poquito de épica ayer para alcanzar la gloria. Faltó también la grandeza y la responsabilidad de los dirigentes que son los encargados, siempre, de que ese formidable espectáculo sea simplemente eso. El espectáculo lo armaron los jugadores y el público. Pero antes de la fiesta ocurrieron cosas extrañas.
Alguien perverso les hizo creer en los últimos años a los hinchas de Newell`s y de Central que el clásico vale todo. Que casi con ese partido empieza y termina el campeonato. Un conformismo de mediocres. Newell's y Central han tenido, en épocas mas rutilantes, género para demostrar lo contrario. Que lo digan los equipos de Obberti, de Martino, del propio Sensini, de Scopponi, de Belluschi y Ortega. Que lo digan también los de Poy, los de Kempes y de Palma, aunque las referencias suene lejanas porque desde 1985 no han tenido mas ocasión de festejar.
Aquella perversión ha provocado distorsiones de conducta. Ha convertido el clásico sólo en una batalla para matar o morir. Aquella perversión ha estado alimentada muchas veces por los propios dirigentes de los clubes. Eduardo López, mientras delinquía, se ocupó por más de una década de eso. Acaba de salir a la escena Horacio Usandizaga, tentado en su vejez a la pobre demagogia. Demagogia pobre y perversión fue lo que hizo en las vísperas del clásico con el juego de las entradas para los hinchas de Newell's.
Usandizaga fue un hombre terco los muchos años que transitó la política argentina. Fue terco y provocativo, como la semana que pasó. Pero nunca le conocí tanta demagogia y tanta irresponsabilidad. Daría la impresión a esta altura de su vida que, tal vez, no tenga la cabeza bien amueblada. Algunas de sus actitudes me recordaron aquella mañana cuando el general Leopoldo Galtieri, en la dictadura de Roberto Viola, después de una noche de brumas, resolvió cerrar la frontera con Chile. Por qué si.
Convengamos que hubo de parte de Newell's, también, algunas culpas. A la provocación no se puede responder nunca con un desafío temerario. ¿Quien avaló la marcha de hinchas que terminó con destrozos, incidentes y violencia en la sede de Central?. ¿Por qué razón se demoró tanto en impedir (¿se podía?) o condenar sin pliegues lo que ocurrió?. La rectificación tardía llegó empujada por la nobleza de Guillermo Lorente que Usandizaga todavía no mostró.
Newell's se enfrentó entonces a una doble injusticia. El cambio de reglas que Usandizaga impuso, quizás incómodo por la ausencia de López. La sensación, al menos a 300 kilómetros de distancia, de las responsabilidades compartidas. No hubo en esa mirada equidad, pero las imágenes de violencia y destrucción que desparramó la TV por el país terminaron igualando la realidad con la insensatez de Usandizaga.
Central merecería un hombre de otra talla. Tal vez otro hombre menos ensoberbecido le hubiese evitado al club estar peleando ahora la promoción y el descenso. Como lo seguirá peleando en las seis fechas que le faltan al campeonato.
Me ganaré la enemistad de algunos leprosos, pero no figuro entre los que desean que Central descienda. Deseo ganarles siempre y no perdonarlos jamás, como sucedió ayer. Siento que Newell's es el corazón de Rosario. Pero Central lo ayuda a respirar.
La pelota disparada por Formica sigue entrando una y mil veces en el angulo canalla. Lo gozo, lo grito, sigo estallando de alegría. Pero la gloria es otra cosa.
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