Mié 17.06.2009
rosario

CONTRATAPA

LEJOS

› Por Jorge Isaías

El hombre se pregunta si todo aquello que le sale al paso con fuerza de "realidad" pertenece realmente a la memoria.

A veces duda. "No será una construcción de su propia obsesión". No pudiendo creerse como veraz aquellos cielos altos de antaño, aquellos pájaros que empecinadamente perforan el cielo improbable de entonces.

Están adecuadamente previstos por las trampas de la memoria aquellos días que tornaban los soles degollados, que nunca tenían un final preciso y menos aún cuando ese sol que reptaba tras de las últimas casas del pueblo se trocaban en largos temporales de invierno con viento y lluvia; lluvia y viento, con posterior concierto de sapos que desafinaban dando pábulo al temor infantil y a la sonrisa atemperada y comprensiva de los adultos.

Quiero decir, aquellos días -aquellos atardeceres no tenían sorpresas aunque cambiaran abruptamente, esas variaciones no eran tantas, si uno no tenía en cuenta los matices.

Y ahí está la madre del borrego, como decía en aquellos tiempos mi amigo Adolfo Bonomi, más conocido por el "Negro" Bonomi. Los matices, que de ello se trata.

Porque el matiz es el que hace visible e interesante la vida y dentro de ella la literatura, que debe agregar al matiz: el tono y la autenticidad, más aún, cierta nota de pulsión, aquella que nos diferencia de los animales.

También está el matiz en ese paisaje que nos estremece siempre. Cielos altos y soles reptando detrás de aquellos pinos que lloran bajo el viento del sur.

¿Y qué pasaba por nosotros entonces, cuando el galope de un caballo horadaba con sus cascos nerviosos esa negrura, ese silencio, esos pastos que bañaba el rocío? ¿Qué singular emoción nos embargaba entonces, cuando ese ruido pasaba y nosotros estábamos en el lecho tibio del invierno inclemente y quedaba como un eco, que al otro día creíamos un sueño?

Se acabaron las luces mortecinas que la noche escondía. Hay en esas habitaciones que el progreso arrasó en su desidia y hoy nadie queda y alrededor sólo existen sembrados verdosos sin una flor siquiera para que una mariposa se columpie o una abeja vaya a buscar su alimento.

Y sin embargo, de vez en cuando, es ese galope que vuelve, obstinado, del fondo crucial y perdido de todos los tiempos, que vuelve, una y otra vez.

O es la noche en que la llovizna nos sigue mojando a través de los tiempos, donde también hay otro galope que perfora -un poco menos claro que el otro el sin fin lujurioso de la memoria que persigue sin piedad nuestros pasos.

O está ese silencio que es más grande que todos los ruidos, impotente ante la noche que se viene con su tropilla de yeguas oscuras, con la cegadora guadaña de la luna de marzo, está la noche que es la madre de todas las noches.

La madre íntima, la madre universal y perfecta.

Y en esa noche que un poncho de llovizna finísima cubre, esa noche, repito, cuando el silencio es más que la noche, tenemos en pleno, suave e impasible sueño en que estamos inmersos, arrebujados bajo frazadas maternales, ese ruido, ese ruido que nos viene del fondo central de los tiempos: el traqueteo primero, leve pero inconfundible del tren que está entrando al pueblo y que lo habrá de atravesar impertérrito como un dios indiferente y oscuro.

Y cuando ya uno cree que pasó es que sólo está empezando a pasar. Uno lo infiere por ese largo, ronco e interminable pito que arrasa el temblor sinuoso de todos los sueños. Como si una montaña de algodones blanquísimos nos protegiera del ruido, uno se da vueltas en la cama, al resguardo de la lluvia que el viento arremolina, sacude, tira sobre los techos las hojas de los árboles que el otoño sembró y que gracias al viento se deposita en los techos, junto a esos diarios amarillentos que en las alcantarillas dormían el sueño de los justos.

Tenemos otoño, tren y llovizna, y un sueño tan profundo y tan placentero que no podemos dejar de sonreír al recordar aquellos tiempos de una paz lejana e infinita.

Cuando el alba regrese, cuando surja con su túnica que transparenta fulgores estaremos con los ojos abiertos, como dos platos de lluvia esperando las luces sonoras del día.

Y entonces sí, nos quedará en las pupilas un esplendor de luces de urdidos dolores que trataremos de sortear, un poco indemnes, un poco indefensos, un poco felices también que otra vez estemos en el centro del día disfrutando a pleno el aire del campo a todo pulmón.

Cuando escribo sobre amaneceres, crepúsculos, trenes que horadan la noche y también horadan el sueño, no puedo dejar de pensar en mi pueblo, en aquel pueblo que no existe. Quedó sepultado bajo el pavimento y a la sombra de los arbolitos raquíticos. El pueblo de altos plátanos sombreados quedó muerto para siempre, feliz e imbatible sólo en mi poco concesiva memoria.

Por las vías no pasan sino esporádicos trenes de carga, agusanados y lentos.

Ya casi no me quedan amigos, y hasta los pájaros casi son un recuerdo.

Tampoco queda el amor de mi madre que todo miraba con ojos tiernos y oscuros.

Sólo queda este cielo infinito sobre una planicie unánime y verde como no registra mi obsesivo recuerdo.

Otoño, 2009

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