CONTRATAPA
› Por Luciano Trangoni
El sabía que yo llevaba más de una semana buscándolo. Qué no lo iba a saber. Lo que pasa es que al señor Vidal no le importaba nada lo mío. Nunca le importó. Qué le iba a importar si total él comía todos los días, y que los demás se arreglen como puedan. Por eso, cuando por fin lo encontré hizo un gesto de cansancio, como si yo lo tuviera repodrido, y entonces, sin dejar de caminar, dijo en voz alta y sin mirarme a la cara: "Esta noche, negro. Esta noche, sí o sí".
Yo lo miré con desconfianza, al señor Vidal, y me le puse al lado y caminé junto a él para que no se me escape, tratando de encontrar en sus ojos una señal de compromiso, de lealtad, qué sé yo, algo; pero no pude verle los ojos porque tenía puestos los lentes negros, y además miraba hacia los costados, esquivándome, restándome importancia, como hizo siempre.
"No es la primera vez que me dice hoy -me atreví a recordarle, aunque me tembló la garganta, sí, y yo sabía que me iba a temblar, pero igual se lo dije, se lo tenía que decir. Y entonces sí, el señor Vidal dejó de caminar y se sacó los lentes oscuros y me clavó su mirada con una bronca del carajo.
"Quedáte tranquilo, negro. Quedáte tranquilo que esta misma noche arreglamos; pero te juro, negro, y escuchame bien porque te lo voy a decir una sola vez, te juro que cuando terminemos con esto no te quiero volver a ver la jeta nunca más, ¿me entendiste? Nunca más" -dijo en voz baja, esta vez, mientras volvía a acomodarse sobre la nariz los lentes negros. Después me dio la espalda y siguió caminando como si nada.
Después de pedalear media hora como un desgraciado, llegué a mi casa. En la puerta me esperaba la Cuqui. Qué ansiedad que tiene esta mujer, pensé mientras me acercaba a ella, y después de apoyar la bici sobre la pared del frente le di un beso en el cachete, aunque ella no pareció darse cuenta de tan nerviosa que estaba. Me miraba con una cara, la Cuqui, que te la regalo. Muerta de miedo parecía, y tenía los ojos colorados y bien abiertos, como cansados de tanto esperar.
-¿Y? -dijo casi con los hombros. ¿Alguna novedad?
-Esta noche -le dije-. Parece que esta noche sí, gorda.
¿Para qué le habré dicho eso?, pensé inmediatamente después. Saltaba de la alegría, la Cuqui. Pobrecita. Tendrían que haberla visto. Y ahí nomás me dio un abrazo que casi me tira al suelo.
-¡Por fin! ?gritaba?. ¡Por fin!
-Entremos, gorda, que los vecinos miran?
-¡Ma, qué me importan a mí los vecinos, viejo!
Y la Cuqui era una explosión de risas que fueron apagándose lentamente cuando comenzó a toser con la cara llena de lágrimas.
-Eso sí -le advertí-. A los pibes es mejor no decirles nada todavía. Qué sé yo... para que no se hagan ilusiones ¿viste?
Esperé despierto hasta que se hizo la medianoche. A eso de las once y media, todavía estaba mirando el reloj, haciendo tiempo, tomando mate. Casi me quedo dormido encima de la mesa. Decí que la tengo a la Cuqui, que se quedó despierta conmigo y me hizo compañía. Los pibes ya se habían ido a la cama y nos quedamos los dos solos y en silencio. Yo cabeceaba en la mesa que parecía al Bati en su mejor momento, cuando la Cuqui me dijo: "Por fin, negro ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta que todo llega?"
Ahí nomás, me despabilé y estiré el brazo para acariciarla. A veces me gustaría ser tan fuerte como ella. Es de fierro la Cuqui, y pensar en eso me da como cosquillas calientes en todo el cuerpo. Entonces aproveché ese impulso y haciéndome el macho salté de la silla y la miré a los ojos.
-Bueno, gorda -le dije-, llegó el momento.
Ya eran las doce cuando crucé el patio y sentí que se me helaba todo el cuerpo. Me subí el cierre de la campera, agarré la bici, y antes de abrir la puerta apareció la Cuqui con una bufanda que me enroscó en el cuello. Después me hizo una sonrisita y me deseó suerte. Yo la mandé adentro porque hacía un frío de locos.
-¡Cerrá bien! -le grité antes de salir a la calle.
Al llegar a la esquina en que me había citado el señor Vidal, me bajé de la bici y la apoyé contra un árbol. Traté de esconderme en la oscuridad, aunque no sabría decir por qué, pero me sentía desnudo bajo la luz de esa calle desierta. No tenía ni idea de la hora que era; lo único que sabía era que hacía un frío del demonio. Saqué un cigarrillo, y cuando estuve a punto de encenderlo, me dije: "aguantá un cacho que la noche es larga y no tenés más que dos cigarrillos". Y ahí nomás se me ocurrió una idea, una cábala: tenía que contar los gatos que me pasaran por al lado. Recién cuando viera pasar al séptimo gato podía encender el primer cigarrillo. Y me puse a esperar...
El primero era gris. Y flaco. Parecía un fideo. Un fideo gris que me miraba como si quisiera algo de mí, como si supiera que yo lo estaba esperando. El segundo también era gris y me pasó por al lado un segundo después que el primero. El tercero era negro. Negro como la noche, el guacho. Y de ojos verdes.
¡Pero qué frío hacía! No podía ni moverme y otro gato gris, el cuarto si no me equivoco, porque a esa altura ya me dolía la cabeza de tanto frío. Un frío que no se aguantaba y más vale no quejarse, no. Que el esfuerzo siempre vale la pena. Por los pibes, digo. Y que las cosas van a mejorar, sí. Y el quinto gato. Y qué raro que el señor Vidal no aparezca. ¿Será acá? Ahí viene un auto. Sí, estoy seguro de que es acá, aunque el auto dobló antes de acercarse. ¿Y si no me vieron? Yo por la dudas salgo de la sombra y me paro en medio de la calle, bajo la luz. Y un gato blanco se me queda mirando sin parpadear cuando frena a mi lado un auto con las luces apagadas. El conductor baja la ventanilla y yo me acerco. En el asiento del acompañante está sentado el señor Vidal.
"Se complicó, negro -me dice-. Hoy no va a poder ser".
"¿Cómo?", alcanzo a decirle mientras el tipo del volante sube la ventanilla, pone primera y acelera. ¿Qué le digo a la Cuqui? -grito entonces mientras me observa el séptimo gato.
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