CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
Cuando pase el fin del mundo, saldremos. "Ahora hay más tiempo", me escribe un amigo que nunca tuvo un minuto libre para nada en años. Mi amigo que escribía sus poemas verso a verso en papelitos, en minutos robados al trabajo, ahora es como si se hubiera encontrado un tesoro. Y no tiene con quién compartirlo, porque yo no salgo. Ni ninguno de sus otros amigos sale, ni él mismo. Nadie sale y todos estamos asombrados.
Pero cuando pase el fin del mundo, saldremos de nuestras casas y de las redacciones de los diarios a donde sólo nos llegan noticias de gripe y niebla. Es increíble la cantidad de tiempo y espacio vacío que ahora nos rodea: ¿por qué no hacer de eso, también, una noticia con que llenar las páginas vacías?
"Ahora hay más tiempo", me escribe mi amigo, como avisándome, y es verdad: ahora es como si la materia misma del tiempo hubiese crecido, se hubiera expandido metiéndose por debajo de las rendijas de las puertas de los galpones y los supermercados donde nos atrincheramos. El tiempo, como los monstruos de la película La niebla, proviene ahora de un infundíbulo cronosinclástico, de un desajuste en el universo multidimensional que lo lleva a excederse, a brotar y desbordarse sobre nosotros como un cáncer. Porque ahora hay más tiempo; de hecho, ahora hay tanto tiempo que ya no sabemos más qué hacer con él.
Sentarnos a tomar aquellos mates tan largamente prometidos en innumerables mensajes de correo electrónico no sería prudente. Sólo cuando pase el fin del mundo saldremos a visitar a los amigos, pero el problema es que, cuando pase el fin del mundo, el tiempo volverá a escasearnos. Ese tiempo que ahora sobra y se derrama, se instala y se aposenta entre las cuatro paredes que nos rodean y que ahora son lo único que hay.
Y la radio, Internet y los diarios repiten siempre las mismas noticias: gripe, muertos, niebla, accidentes, muertes, nuevo golpe de estado latinoamericano, más muertes. Pero no es la actualidad que conocíamos, se ha adelgazado. Aparte de la muerte y de la niebla nadie nos llama, nadie nos atiborra más de novedades. La redacción del diario está tranquila. Hay tiempo para comer galletitas, para tomar café. Hay tiempo para pensar qué vamos a hacer ahora con todo este tiempo que de pronto nos invade.
Qué vamos a hacer con tanto tiempo disponible si no hay cines ni teatros, ni inauguraciones ni cursos de nada.
Qué vamos a hacer sin la culpa que nos agarraba cuando nos quedábamos en casa, ahora que el gobierno nos dice que nos quedemos en casa.
¿Mirar las noticias?
¿Qué noticias?
La gente que mata la gripe A.
La gente que mató la triple A.
Los muertos por la niebla.
Los perdidos en la niebla.
Newell's.
Central.
Pero la noticia que nadie nos cuenta es esta: el tiempo se expande. Tomen nota, muchachos, el universo mismo está transformándose. La gripe A es sólo una cortina de humo. Detrás de ella nos acecha la realidad metafísica de una sobreabundancia de tiempo: tiempo de sobra, tiempo multiplicándose.
Tiempo para poder hacer al fin las mil cosas que teníamos ganas de hacer y que de todos modos no haremos porque todo está cerrado.
Tiempo para ser amables: ahora que hay más tiempo, hay mucha más amabilidad en el correo electrónico, en los bares, en los taxis, hasta en los chats. Nadie tiene apuro. Todo tiende a demorarse. Los desconocidos tienden a ponerse a conversar entre sí pero después desaparecen de pronto, por el miedo al contagio.
O será que nos seduce y nos captura esta vasta playa de tiempo inútil, de tiempo sin nada. Vuelve a haber tiempo para escribir sobre la nada.
Ahora hay tiempo hasta para la soledad.
Pero cuando pase el fin del mundo, saldremos.
Y olvidaremos este extraño milagro, no exento de crueldad.
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